atención á que sin ellos aprende á nadar más pronto.
Al cruzar la bahía, mi primer cuidado fué estudiar su aspecto; allí te encuentras el pontón para hospital militar, navío de tres puentes sin arboladura; el comodoro inglés, el almirante francés, corbetas rusas y alemanas, la Mala francesa que llega de Europa, la inglesa que sale para la India, vapores británicos para Shang Hai y Emuy, españoles para Manila, la Mala americana del Pacífico, los anexos de las Mensajerías para el Japón; pero te preguntas: «¿Y la marina china?» Allí la tienes representada por miles de champanes y centenares de lorchas para la pesca y el tráfico costero, única empresa de estos nautas con coleta.
La lorcha es lo que vulgarmente llamamos junco; barco tripudo, más ó menos grande, con una popa semi-esférica, anchísima y desmesuradamente alta, timón descomunal calado en celosía, y dos palos, á los que van sujetas unas velas latinas despuntadas con una serie de travesaños horizontales de madera, á modo de entenas, para tomar los rizos. Muchas de ellas, aun las mercantes, llevan á bordo cañones de hierro, que ni el famoso de Barba-Azul. Como el champan, la lorcha es una casa de familia, cuyo desaseo está en proporción de su mayor capacidad. El día se lo pasan tocando el gong, ó tan-tan, ó campana chinesca, que estos tres nombres tiene el disco en cuestión; y la noche quemando papelitos para ahuyentar á los espíritus maléficos.
La media docena de lanchas cañoneras que posee el gobierno, están mandadas por capitanes franceses, ingleses ó americanos.
Por fin, desembarcamos en el muelle; culis machos y hembras transportando mercancías, pendientes á los extremos de un bambú, colocado sobre el hombro, culis de silla asaltándote con las de mano ó literas, único medio de locomoción en estas regiones, agentes de policía india con sus abultados turbantes encarna-