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viaje á china

con sus bordados trajes de seda y diminuto pié departiendo tranquilamente con gallardos mancebos envueltos en talares túnicas de recamo de oro, y saboreando una taza de té; en el fondo niños remontando cometas sobre una terraza, y ancianos venerables de luenga barba blanca viendo volar pintados pajarillos. Todos ellos, por supuesto, con caras de marfil, aguzadas y nacaradas uñas y ojos oblicuos. En resumen, la China del europeo es el progreso material del siglo xix combinado con las patriarcales costumbres de los tiempos bíblicos; de la tela del abanico se desprenden para él estas tres condiciones distintivas de la raza mongólica: lujo, limpieza y silencio.

Cerremos el abanico y abramos la puerta del hoy imperio tártaro. Vas á ver el desengaño que nos espera.

Una gritería, comparable tan sólo á una riña de verduleras, es lo primero que te llama la atención al despedirte de la gente de á bordo y disponerte á tomar una embarcación que, desde la inmensa y hermosa bahía de Hong-Kong, te conduzca á tierra. Son los barqueros pugnando por atracar sus champanes al Tigris, ofreciéndote sus servicios ó diciendo buenos días simplemente á un camarada, pues para todo se alborota aquí.

Y palpitando de emoción bajas las escaleras con los ojos cerrados para abrirlos de repente y gozar del espectáculo de aquella China soñada.

Lo primero que ves es el champan ó bote para conducción de pasajeros y mercancías, tosca embarcación parecida á una barcaza muy tripuda, con un toldo de bambú en la popa, chorreando mugre por todas partes y exhalando una fetidez insoportable, á la que concluyes por habituarte, pues la forma un conjunto de circunstancias inherentes á la raza indígena, que constituye el perfume local, conocido por el europeo con el nombre genérico de «olor de chino.» La tripulación