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enrique gaspar

fondas, factorías y la residencia del gobernador. Unos sucios é incómodos coches de cuatro asientos le llevan á uno por la ciudad indígena, formada de chozas y zaquizamíes; y después de cruzar el verdadero Aden, con sus cuarteles, sus casuchas jalbegadas y sus estrechas calles, sigues subiendo, con el mar siempre á la izquierda y algunos arrabales hediondos á la derecha, hasta llegar á las cisternas, obra titánica donde apaga su sed aquel pueblo, asfixiado por los rayos de un sol tropical.

En todo el trayecto de dos horas no se encuentra ni el vestigio de una planta; sólo al pié de las cisternas han conseguido, llevando tierra vegetal de Europa, plantar una docena de árboles, pero una docena literalmente hablando, que han alcanzado el desarrollo de una mata de laurel. En los puestos de la policía, que se suceden de trecho en trecho, se ve por vez primera el gong ó campana china, disco de metal que da un sonido como el del címbalo, y con el cual se comunican los agentes. Estos dominan á la turba á palos, y te libertan por ese medio de los innumerables chiquillos que te siguen y asedian pidiéndote una limosna, lo que no quita para que, después de despejado el terreno, el policeman tienda también la mano en demanda de retribución.

Asombra la diversidad de razas que allí pululan. El árabe, de correctas facciones; el abisinio, desafiando al sol con su cabeza siempre descubierta, y tapando sus piernas con una sábana llamada sarrong, que, liada á la cintura, pende hasta los tobillos, mientras que embozado en otra, echada sobre los hombros, encuadra con elegantes pliegues su bronceada fisonomía, de puras aunque acentuadas líneas, y juguetea con el inseparable junco en forma de cayado, indispensable atributo de su elegante condición; el somaulís, con su gracioso turbante; el afeitado y desnudo habitante de Nubia, cabalgando sobre el paciente asno; el parsi,