dicha prenda de vestir, servía de abrigo al estómago contra el desnivel de calórico producido por la transpiración. Las pancas, que son como unas bambalinas de lona pendientes del techo, forradas de algo que sin hacerlas pesadas las vuelva consistentes, y que se adornan con un volante al canto, son puestas en movimiento de vaivén por un chino que, desde el extremo del comedor tira de la cuerda que las une todas, y que es como la mano de aquellos abanicos, encargados de refrescar el aire á las horas de comer; ó lo que es lo mismo, constantemente. Por último, se nos da la orden de dormir sobre cubierta, pues ha habido casos, como el de unas religiosas que por pudor se quedaron en el camarote, y amanecieron asfixiadas por la atmósfera de fuego que reina por las noches, principalmente en el mar Rojo.
Puerto-Said no tiene nada de notable, aunque su porvenir es inmenso; ciudad brotada de la apertura del itsmo, no hay nada en ella, fuera del sol, que acuse el carácter oriental; todo está construído á la europea, si bien con arreglo á las exigencias locales; su faro recuerda los de los puertos franceses; su plaza de Lesseps es un pequeño square á la inglesa; las casas, aun las más fastuosas, como la agencia de las mensajerías y las oficinas del canal, podrían pasar por quintas de recreo en los alrededores de Roma, ó en la campiña de Pau; las tiendas, pobres en general, se parecen á las de una provincia de segundo orden de España.
Las calles, tiradas á cordel y á medio construir, son un remedo, en fin, de las modernas poblaciones. En ellas abundan los cafés cantantes con orquestas alemanas, billares, ruletas y demás entretenimientos. Pero lo que á Puerto-Said le falta como sello urbano, lo suple con creces con la diversidad de razas orientales que lo pueblan. Desde el negro del Sudán que en la barcaza conduce el carbón para El Tigris, hasta el chi-