la populosa Nápoles, el palacio real y la multitud de teatrillos que, como hongos, salen por todos lados; y mientras el Tigris larga sus amarras, echemos unas monedas de cobre á esos buzos, que desde su lancha nos desean buen viaje. Míralos cómo se zambullen, cómo luchan en el agua, y cómo, por fin, el más hábil se presenta en la superficie, llevando en la boca los dos cuartos de la presea. Por fin, zarpamos; los músicos ambulantes entonan desde sus canoas una marcha, cuyos ecos se van debilitando poco á poco; la bahía parece como que se contrae, y la ciudad como que se repliega; ya un solo punto luminoso se ve en el horizonte: el Vesubio; después su aliento... después nada; el mar, tan imponente cuando aleja al viajero; tan juguetón y bullicioso cuando le vuelve á los suyos!
Á las nueve de la noche, el Stromboli, como faro de las islas Líparis, se presenta por estribor, arrojando fuego de su cráter. Á media noche, el vapor corre entre dos cordones de luces; son Mesina y Reggio; Scila y Caribdis. La Sicilia se borra por fin con la vaga silueta del Etna, y al otro lado la Calabria ulterior se pierde en las olas y se confunde en la bruma. Dos días después llegan hasta nosotros las brisas del archipiélago griego que, envidiosas de la isla de Candía, que nos sale al paso, trepan por sus ásperas montañas, y nos saludan con la más cariñosa de las sonrisas; y el 17, á las dos de la tarde, el vigila de Daimieta anuncia nuestra llegada á Puerto-Said. Estamos en África.
Instintivamente la mirada se vuelve hacia atrás como buscando algo que se lleva el agua al borrar la estela de nuestro barco. Es que acabamos de dejar una parte del mundo; la nuestra. ¡Adiós, Europa!
Hay dos itinerarios para llegar hasta el mar Rojo; el que seguimos nosotros y el que se hace desembarcando en Alejandría y tomando el ferro-carril que pasa por el Cairo y va á Suez. Este último es más largo, no por la duración del viaje, sino porque una vez en la