planeta en razón del mayor calórico que el sol le suministraba, los repetidos retrocesos originados hacia aquel lado por las constantes sacudidas dieron por resultado la rotación del esferóide sobre su eje, en la dirección de Poniente á Levante, sabiamente prevista por la Providencia para la periódica sucesión de los días y las noches, y tan duradera como á su omnipotente arbitrio plazca que sea el fuego central que le sirve de motor.
Un prolongado hurra acogió esta teoría tan nueva como atrevida é inesperada. El doctor sin humedecerse la boca—lo que no dejó de llamar la atención de los oyentes, acostumbrados á ver á sus oradores hacer siempre uso del agua en la peroración,—reanudó así el hilo de la suya.
—Todo fenómeno obedece á una causa; y sin embargo han transcurrido dos siglos y medio desde que el inventor del termómetro y del compás de proporción, el sabio de Pisa que por el isócrono movimiento del péndulo enseñó á medir las pulsaciones de la arteria y á contar los segundos, Galileo en fin, nos dijo que la Tierra se movía, hasta hoy que nos ha sido revelada la razón de un hecho tan sencillo. Pero ¿basta esto? De ningún modo. Si todo fenómeno obedece á una causa, preciso es también que tenga un fin, que produzca un resultado, que llene un objeto.
«La Tierra se mueve» grita un hombre; y en seguida la ciencia pregunta: «¿Porqué se mueve?» «Por el desprendimiento de calórico» responde la observación; pero acto continuo la filosofía da el alto, cruza el arma y exclama á su vez: «¿Y para qué se mueve?»
Vamos á contestar á la filosofía. La Tierra se mueve para hacer tiempo. Nuestro planeta que, como hemos visto, no era más que una masa incandescente, llegó á solidificar su corteza, vió surgir de su superficie montañas colosales, llenó de mares sus senos, vistió su aridez con una flora sorprendente y poblóse de una fauna riquísima. ¿Cómo se operó este milagro? Muy senci-