pasajeros con sus sillas en días de marejada; los equilibrios y el cojeo de aquellos valientes que se pasean por vanidad, y á quienes al echar el pié les falta el barco; el pajarito que vuela, el pez que salta, el buque que se divisa, el promontorio que sale de las aguas, el panorama del puerto á que se arriba, y el ridículo tocado con que el europeo se disfraza por estas latitudes, y que contrasta con el traje negativo de la mayor parte de los indígenas asiáticos.
Constituyen los técnicos las maniobras de la marinería, que los pasajeros experimentados explican á los novicios con gravedad cómica y en detrimento de la exactitud la mayor parte de las veces; las noticias geográficas, hidrográficas y etnográficas con que el viajero se enriquece, gracias á la amabilidad de los oficiales; el lenguaje de las banderas y de las luces; las de Bengala con que se saludan por la noche al cruzarse dos vapores de la misma compañía, y que, tomadas por un incendio á bordo, hicieron salir de su camarote á cierta señora tan despavorida, como ligera de ropa, enhebrada en un enorme salva-vidas de cerca de dos varas de diámetro; la revista de inspección que el domingo pasa el comandante, seguido de su estado mayor, á todo el personal, vestido de gala y formado en su puesto; el simulacro de fuego á bordo que se hace cada jueves y en el que, al minuto de dar la campana la señal de alarma, todo tripulante debe hallarse en su destino, la bomba funcionando, el doctor en la farmacia y las camareras preparando hilas y vendajes; por último, el zafarrancho de combate que, una vez en el viaje de ida y otro en el de vuelta, se simula para el horrible caso de abandono del buque, y que se practica tomando cada oficial el mando de un bote cuyas amarras hace picar, y saliendo primero el más joven con los niños, después el que le sigue en edad con las mujeres, el tercero con los viejos, y los sucesivos con el resto de la tripulación: todos los oficiales,