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enrique gaspar

—¿De nodo?...—balbuceó el políglota ruborizado...

—Que nos ha hecho usted pasar las de Caín—repuso Juanita—para aprender lo que desde chiquitines sabíamos ya por el catecismo del Padre Ripalda.

—Ci zon uztedes doz zabioz de cimilor!...

Las pullas y las diatribas no hubieran tenido fin sin una detonación espantosa que, pareciendo conmover hasta los cimientos del mundo, produjo un silencio de muerte.

La lluvia se despeñó de golpe como si cataratas la vomitasen, y todos por instinto trataron de salir de la tienda; pero un vigía penetrando en ella con la mirada errante:

—¡Salvaos!—dijo con terror.—El firmamento se desgaja; los ríos han roto sus barreras y el valle ha desaparecido bajo las hondas encrespadas de un mar de espuma. ¡Á la montaña!

—¡A la montaña!—gritó la tribu desapareciendo al par que la tienda :—aquella impelida por el pánico; ésta arrebatada por el huracán.

Las mujeres, perdiendo el sentido, impidieron emprender la fuga á los anacronóbatas, que con espanto veían flotar los cadáveres sobre las aguas, ganar los vivos las alturas, iluminar el espacio sierpes de fuego, y sobre el negro fondo del horizonte subir el nivel de aquella rugiente masa líquida hasta lamer la cúspide del montículo que les servía de base.

—¡Valiente chaparrón, caballeroz. ¿Ci cerá el Diluvio?

—Imposible—dijo Benjamín.—Aquella catástrofe tuvo lugar en el 3308 antes de Jesucristo y nosotros hemos hecho alto en el 2971 ó sea 337 años antes.

—¿Y mi venganza?—vociferó don Sindulfo con la alegría de una satánica satisfacción.

—¿Cómo?

—Me habéis encerrado como una fiera en el cuarto de los relojes y yo los he retrasado para que, dirigidos