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enrique gaspar

Entre, tanto la tempestad seguía rugiendo y el eco de las descargas eléctricas repercutía en el valle con imponente fragor.

—Mirad, mirad esa coleccción de ancianos venerables—repetía Benjamín dominado por su idea y contemplando con éxtasis la ratificación de sus esperanzas en aquellas cabezas cubiertas de nieve.—Decidme si no son ellos los que poseen el secreto de la inmortalidad.

—¿Cuántoz añoz tiene usted, abuelo?

—Quinientos setenta y cinco—repuso el interpelado al enterarse por Benjamín de la pregunta de Pendencia.

—Gemelo de usted—dijo Juanita á don Sindulfo que, absorto y reflexivo, sólo dejaba escapar una sonrisa de satisfacción cada vez que el rayo iluminaba la tienda con su cárdena luz.

—Puez habrá usted conocido á Mahoma.

—Creo prudente, don Benjamín—observó el capitán de húsares—que mientras disponen los alimentos, aclare usted su enigma á fin de emprender el rumbo hacia nuestras tierras.

—Sí... voy á realizar mi sueño dorado.

Temblando de emoción y rodeado de sus compañeros que, después de tantos peligros, esperaban saborear las delicias del triunfo, el paleógrafo sacó los cordeles encontrados en Pompeya, y enseñándoselos avaramente al jefe de la tribu:

—A ver—le dijo—si podéis descifrarme esta escritura de que sólo me ha sido dado interpretar los primeros caracteres.

Todos los circunstantes contenían la respiración. El cinco veces centenario patriarca repasó los nudos entre sus dedos y, lanzando una carcajada estrepitosa:

—¡Mirad!—exclamó haciendo circular el documento entre los suyos que con irreverentes signos de desprecio hicieron coro á la hilaridad del anciano.