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el anacronópete

cioso, dióse un golpe en la frente, y embriagado de gozo:

—¡Nos hemos salvado!—dijo.

Y corrió en busca de una biblia que en el armario estaba, mientras don Sindulfo se mesaba los cabellos de desesperación al presentir su derrota.

—Mirad—insistió el políglota leyendo en el libro.—«Capítulo XVI del Éxodo. Israel vino á parar en el desierto de Sin que está entre Elim y Sinaí.» Donde nos hallamos nosotros.

—¿Y bien?—preguntaron los circunstantes atónitos al contemplar que envueltos en la lluvia caían por la claraboya centenares de pájaros animando el laboratorio con sus voces y aleteos.

—«Y vinieron codornices que cubrieron el campamento, el cual se llenó también de un rocío que los israelitas llamaron maná.»

—¡El maná! ¡Bendito sea Dios!

Y todos se hincaron de rodillas.

—Y ahora persistirá usted en su criminal proyecto? —preguntó Luís á su tío.

—Y la peregrinación duró cuarenta años—interpuso Juanita.—Con que de aquí á que se nos acaben las provisiones, tiempo le queda á usted de ver cómo se arrullan.

—En vano es luchar—exclamó el tutor vencido y humillado.—Llevadme adonde os plazca.

—Á la tierra de Noé en el Ararat—gritó Benjamín.

—Sea—balbuceó el sabio; pero por lo bajo añadió:—todavía puedo vengarme.

Y los excursionistas, después de recoger abundante cantidad de aquel pan del cielo y de reconfortar sus perdidas fuerzas, obligaron á don Sindulfo á dejar desembarazados los movimientos del Anacronópete, encerrándole luégo por precaución en el cuarto de los relojes para no verse expuestos á algún nuevo rapto de locura.