de quien ya me juzgaba libre, los celos ejercieron sobre mí su funesto poder y concebí la idea de que pereciésemos todos juntos.
—Pero ¿por qué medio?—interrogó su colega.
—Fijando en el espacio el Anacronópete, cuyo mecanismo secreto no conocéis ninguno, para condenaros á la inmovilidad en la atmósfera insondable y complacerme en vuestra lenta agonía.
—¡Miserable!—prorrumpieron los soldados...¡Muera!
—Ci, muera; que cea ezta la primera rez que ce zacrifique en nuestro holoclauztro.
—Matadme en buen hora; no haré sino precederos. Vuestra suerte no por eso ha de cambiar.
—Tiene razón—objetó Benjamín—no adelantamos nada.
—Sí; se adelanta la comida—arguyó la de Pinto.
—¿Luego no hay clemencia?
—Ninguna. Muramos.
—Corriente, muramoz; pero lo que ez usted inaugura el matadero.
—Á él, camaradaz.
Los soldados se precipitaron sobre don Sindulfo á pesar de la resistencia de Sun-ché que por gestos les pedía el perdón del hombre por quien experimentaba tan invencible simpatía. Ya iban á descargarle el golpe fatal, cuando una lluvia benéfica que penetraba por la claraboya del techo, suspendió la mano de aquellas sedientas criaturas.
—¡Agua!—articularon todos abriendo la boca para recibir el celestial rocío.
—¡Es nieve!—exclamó Juanita reparando que más que gotas aquello parecían copos.
—¡Tampoco ez nieve!—repuso con alegría Pendencia al saborearlo.—Hay dentro azí como unos chícharoz.
Benjamín que hasta entonces permaneciera silen-