—¡No!
—Pues bien; yo os doy mi vida por la suya.
—Ezo ez diztinto; ze aprueba, porque todoz hemoz de ir cayendo por turno. Ahora te convenceráz de mi amor, Juanita.
—¿Por qué?
—Porque mil vecez te he dicho: «Te quiero tanto, que te comería.» Y ci te toca número bajo yo te probaré mi cariño.
Perdida ante el hambre toda noción de humanidad y de respeto, los soldados puestos de pié exigían con tal ahínco el cumplimiento de su demanda, que hubiera sido temeridad exponerse á que, tomando por sí mismo la justicia, se convirtiese en ley del capricho lo que podía concretarse á contingencia de la fortuna.
—Resignación—dijo Benjamín.—Manos á la obra. Apuntemos los nombres; venga papel.
—¿Papel? Nos hemos engullido hasta los billetes de banco.
—Pues echemos pajas.
—No; que nos podemos comer el juego.
—Ya sé—prosiguió el políglota.—Aquí tengo mi colección de minerales y piedras preciosas; cada cual tome un ejemplar cuya inicial del color corresponda con la de su nombre. Así, por ejemplo: Luís, lázuli: Pendencia... perla: Clara, coral.
—Usted, Benjamín, tomará el verde—interpuso Juanita.
—Verde se escribe con V.
—Para prozodias eztá el estómago.
Distribuídas aquellas boletas de nueva invención, metiéronlas en un pañuelo y dispusiéronse á dar comienzo al acto.
—¡Á ver! Una mano inocente.
—Como no zea la del almirez...
—Usted, Clara.