tendidos por el laboratorio, cuyo aspecto tenía muchos puntos de contacto con un campo de batalla sembrado de cadáveres.
—Decidámonos. ¿Qué se hace?—preguntó Benjamín dando un rugido con el aliento que le prestaba la desesperación.
—Devorarnos á la suerte—gritó un soldado. Á cuya proposición asintieron en coro todos los hijos de Marte cerrando los oídos á las súplicas que las mujeres anonadadas les dirigían.
—Un momento de reflexión—adujo Luís pensando en Clara.—Acaso se le ocurra á alguien otro plan menos cruento.
—No; á la suerte—vociferaron los milites tomando una actitud amenazadora.
—Dicen bien—objetó Benjamín.—No hay salvación para nosotros; hace diez días que permanece inmóvil el aparato.
—Zobre todo el dijeztivo.
—El hambre nos acosa y el instinto de conservación aconseja una determinación radical.
—¡Qué lástima que los judíos hayan matado á don Sindulfo!—balbuceó la decidora Juanita.—¿Quién le tuviera aquí?
—¿Para qué? ¡Una boca más!
—No, señor; para hacerle pagar el pato.
Al oir el pato verificóse un movimiento de reacción en los viajeros que les hizo incorporarse; pero convencidos de que eran víctimas de una ilusión, todos ahogaron un suspiro y volvieron á dejarse caer.
—¡No más treguas!—insistieron los peticionarios.
—¡Piedad!—murmuró Clara, estrechando las manos de Luís.
—Por última vez—intercedió el enamorado capitán dirigiéndose á los suyos—yo os exhorto á que hagáis gracia á las mujeres.
—Ci. Puez para hacerlaz reir eztamoz ahora.