estaba en efecto perdida; y por un azar hijo de la impremeditación se veían sin vitualla, pues las existentes apenas alcanzaban para cuarenta y ocho horas.
Semejante peligro era indudablemente el más grave á que habían estado expuestos.
—¿Quién podrá venir en nuestro socorro?—preguntaba la pupila con las de sus ojos arrasados en lágrimas.
—Deje usted; que puede que pase algún titiritero de esos que suben en globo y nos echará una cuerda —aducía Juana optimista hasta competir con el célebre Panglos.
—¿Aereonautas aquí?—exclamaba con desaliento el arqueólogo consultando la situación.—¿Ignoras que estamos en el año 1645 antes de la era cristiana y encima mismo del desierto de Sin?
—Ci á mí me dan un cable yo me comprometo á dezcolgarme para ezplorar el horizonte—propuso Pendencia.
Pero ni había á bordo soga tan larga, ni, aun siendo posible el descenso, debía exponerse el valiente andaluz á quedar en tierra si al vehículo se le ocurría emprender la marcha sin más razón que la que había tenido para pararse. Encomendóse pues la salvación de los náufragos á aquella débil pero única probabilidad, y como medida de precaución se acortaron las raciones.
Seis días después de la detención ya no tenían que llevarse á la boca. Al séptimo hubo que triturar las sustancias que contenían algún jugo y elaborar una especie de harina con sus principios leñosos. Al octavo la fiebre había ganado las filas. Al noveno no quedaba ningún recurso; y el aire que por todas las ventanas abiertas penetraba, era insuficiente para la respiración de aquellos infelices asfixiados por la sed y demacrados por el hambre.
Al amanecer del décimo, los excursionistas yacían