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el anacronópete

Pero la actitud alarmante de Benjamín no permitió á nadie saborear el chiste.

—Tal vez una solución de continuidad...—dijo éste meditabundo.

—Entonces vamos á despeñarnos sobre la tierra si la corriente no se establece—adujo Luís.

—Sin embargo—objetó el políglota—no nos movemos.

—¡Cómo! ¿Ezto ni zube ni baja?

—No.

—Puez ací ce quedó Quevedo.

Y precedidos de Benjamín los excursionistas se consagraron al reconocimiento del mecanismo sin hallar desperfecto alguno que les procurara la clave del enigma. La tarde se pasó en vanas tentativas, y con las sombras de la noche la alarma, exagerando el peligro, alcanzó proporciones considerables. Pocos fueron los que lograron dormitar; dormir ninguno. Con la luz del alba repitiéronse las observaciones; y como casi todos alcanzaban los mismos grados de inteligencia en mecánica, las opiniones podían contarse por los individuos.

Al tercero día, los militares como recurso supremo y sin dar cuenta á Benjamín de lo que consideraban muy luminosa idea, se decidieron á deslastrar el Anacronópete; y empezaron á arrojar por las compuertas las cajas y costales que más á mano se les vinieron, sin reparar en clase ni condición. Término estaban poniendo á su tarea, cuando Benjamín que, atraído por los golpes, llegó á la cala:

—¡Desgraciados! ¿Qué hacéis? Deteneos—gritó fuera de sí.

—¡Le peza mucho la tripa á la cabalgadura!

—Pero nos estáis dejando sin provisiones de boca; y nuestro caso es horrible: ¡Hemos naufragado en el aire!...

Aquel grito fué la señal del pánico. Toda esperanza