pacio. El susto fué de padre y muy señor mío, porque, sin pensar en el anacronismo que cometían, los expedicionarios atribuyeron la detonación á la pólvora de alguna mina con que los indígenas querían volar el edificio.
—Piensen ustedes en la fecha relativa de hoy—decía Benjamín.—¿En qué día creen ustedes que vivimos?
—Lo que es para nosotros siempre es martes—repuso Juanita.
Una segunda conmoción aumentó la alarma. El arqueólogo se puso pálido como la muerte y, aspirando el olorcillo de azufre de que estaba impregnada la atmósfera:
—¡Maldición!—gritó mesándose los cabellos.
—¿Qué pasa?—interrogaron los excursionistas.
—¡Sí... eso es... ¡Día 8 de setiembre del año setenta y nueve de la era cristiana!... ¡La erupción del Vesubio!... ¡Nos hallamos en el último día de Pompeya!!!...
Aún no había concluído la frase, cuando un calambre geológico, una sacudida del suelo volcánico, sacando al circo de su asiento, derribó gran parte de sus muros haciendo rodar por la arena á los interlocutores sin que, felizmente, ninguno de ellos fuera alcanzado por los escombros. La lava caía á torrentes, la ceniza embargaba la respiración.
—Salvémonos—gritó Benjamín apenas pudo ponerse en pié; y todos se precipitaron por la abertura, pasando por encima de cadáveres abrasados por la erupción y desatendiendo los ayes de los moribundos y la desesperación de los vivos.
La inalterabilidad á que estaban sujetos haciéndolos insensibles á la influencia de cualquiera acción física, les permitió llegar al Anacronópete sin obstáculo alguno; pues las sustancias en fusión resbalaban sobre sus carnes sin adherirse.
Instalados en él, Benjamín elevó el vehículo á la zona de locomoción. Un ruido como el de una piedra