Residencia de estío de las familias patricias de la Campania y del Lacio, sus habitantes más que de luchas políticas se ocupaban del embellecimiento de su ciudad con el fin de atraer á la población flotante que tan buenos rendimientos les daba. Y tal era su fanatismo para la conservación del ornato público que, cuando á la caída de Nerón la Italia entera destruyó las estatuas de este monstruo, ellos respetaron, sin deificarlas, todas las que erigidas en sus calles encerraban alguna notoriedad artística. Pero así que el caliginoso aliento del verano empujaba hacia aquella vertiente del Vesubio á los levantiscos ciudadanos de Neápolis y Salerno, las pasiones se encendian y Pompeya era durante cuatro meses émula en discordias civiles de Roma su metrópoli.
Tenían los pompeyanos á la sazón por Præfectus urbis un senador vendido á la causa de Domiciano, aquel segundo Calígula que dos años después debía precipitar la muerte de su hermano Tito, colocándole en la fila de los dioses mientras le denigraba entre los simples mortales. Fingiendo pues someterse á los designios del Emperador, el Prefecto no desperdiciaba coyuntura de atizar el fuego de la indisciplina para favorecer, bajo mano, los ambiciosos planes del Caín su protector.
Habían dado comienzo las vindemiales, ferias de las vendimias que desde el tres de Setiembre al tres de Octubre se celebraban en toda la Italia agrícola. La época de los grandes juegos se aproximaba y con ella el descontento público; no sólo porque su terminación era la señal de desfile para los veraneantes impelidos mal de su grado á consagrarse á sus tareas ordinarias, sino porque desde el advenimiento de Tito las circenses no eran ya las lúgubres hecatombes en que el pueblo romano bebía su bélica inspiración. Reducidos á la carrera, al salto, al disco y al pugilato, echaban de menos los gladiadores, los bestiarios, los secutores y los