ocos meses hacía que, sucediendo á su progenitor, imperaba Tito en Roma. Este príncipe generoso, que llamaba día perdido á aquel en que no había dispensado algún bien, empezaba á borrar con su clemencia el sangriento recuerdo de Nerón y la sórdida avaricia de Vespasiano su padre.
El triunfador de Jerusalén, las delicias del género humano como le apellidaban, había proscrito las persecuciones contra los sectarios del Nazareno, iniciadas por Tiberio y sobrepujadas por el hijo de Agripina. Ello no obstante, los suplicios no cesaron completamente.
Las provincias, gobernadas por prefectos arbitrarios revestidos de una autoridad suprema y escudados en una irresponsabilidad absoluta, se libraban á cruentos espectáculos, ora para satisfacer los naturales instintos de la plebe, ya para secundar los ocultos planes de los pretores. En este caso se hallaba Pompeya.