—Pues bien, pereceremos todos. Es preciso acabar con esta situación.
—¿Cómo?
—En la cala hay diez barriles de pólvora; les aplicaré una mecha, y ni rastro quedará del Anacronópete.
—No cea uzté bárbaro.
—Tranquilícense ustedes—exclamó Benjamín recordando el incidente que en diversas ocasiones le obligó á descender á tierra en busca de vitualla en su trayecto de África á China.—Las provisiones, sometidas á la inalterabilidad, resultan ineficaces para su uso, según prácticamente he observado.
—¡Ignorante!—interrumpió el loco recobrando por un momento su lucidez.
—¿Qué?
—Arrojando nuevo fluido sobre los cuerpos para que las corrientes anteriores se pongan en contacto con las nuevas y formen una sola, no hay más que dar vueltas á la inversa al disco del aparato transmisor para recogerlas todas y, neutralizadas, devolver á las provisiones sus propiedades específicas.
—Bueno es saberlo; pero estamos perdidos.
—Hay que inundar la Zanta Bárbara.
—Corramos.
—No, no temáis—interpuso el tutor pasando, para detenerlos, de la amenaza á la súplica.—Una voladura acabaría con todos, y yo no quiero que ella muera. Respetaré sus días. Pero vosotros—añadió dirigiéndose a los militares y á la emperatriz, y volviendo á la exaltación con más fuerza que nunca—preparaos á sufrir mi venganza. Sois el obstáculo de mi dicha y os exterminaré á fin de realizar mis designios, aunque para llegar con Clara al altar tenga que cruzar ríos de sangre. ¡Ah! Ya sé cómo!...
Y así diciendo traspuso la puerta y se dirigió frenético á la cala. Sus compañeros, recelando no sin razón