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el anacronópete

inalterabilidad, en tanto que los viajeros hacían comentarios sobre la situación, la descargó unas corrientes que debieron contrariarla también á juzgar por las sacudidas nerviosas que llovieron sobre el occipucio del anticuario. Acto continuo separó el aislador que entorpecía la acción del volante; y elevando el vehículo á la zona atmosférica en que debía tener efecto la locomoción, hizo parar en seco el Anacronópete exclamando:

—Ahora sepamos á dónde nos dirigimos.

—¡A París!—fué el grito unánime.

—Juzto; á Pariz para encerrar al zabio en un manucordio y hacer que á nozotroz noz eche el cura el garabato nuncial.

—Antes—objetó Benjamín—veamos si el principal objeto de nuestra expedición se ha logrado satisfactoriamente.

—¿Cuál?

—La posesión del secreto de la inmortalidad que nos ha ofrecido la emperatriz.

Instada ésta á explicarse, sacó un pergamino en el que había trazado por una mano experta el plano de una ciudad.

—¿Qué es esto?—preguntó el ansioso arqueólogo temiendo un desengaño.

—Algún pellejo de zambomba de la adoración de los pastores en el Portal de Belén—dijo Juanita.

—Pero la fórmula!...—volvió á insistir impaciente Benjamín apremiando á Sun-ché.

—El occidental no tuvo ocasión de iniciarme en ese misterio, sorprendido como fué por mi tirano esposo; pero al encarecerme la eficacia de su principio, me manifestó que las pruebas de la inmortalidad habían sido enterradas por uno de sus antecesores en Pompeya, debajo de la estatua de un emperador, marcada en el pergamino con un círculo rojo.

—Sí, aquí está—interpuso Benjamín señalando en