tantos fenómenos incomprensibles, ya los arrebatos de la ira caminando ciega de los celos á la venganza.
—Me parece que á don Pichichi se le ha aflojado algún tornillo del Capitolio;—dijo Pendencia observando como los demás el estado del tutor.
—Y á usted también se le desmorona el cimborio—adujo Juanita encarándose con Benjamín.—Figúrense ustedes que hace poco, cuando los chinos querían mecharnos, estos dos señores han creído reconocer á la difunta de don Sindulfo que requiescat. Habráse visto despropósito mayor?
—En cuanto á eso, hablaremos más tarde—contestó el políglota un si es no es picado. No por desconocer las causas hemos de negar los efectos de las cosas.
—¿Cómo?
—En este viaje inverosímil lo lógico es tal vez lo absurdo. Demos tiempo al tiempo.
En aquel momento oyeron un penetrante grito y vieron á Sun-ché que, asida por el brazo, hacía esfuerzos para desprenderse de las férreas y convulsas manos de don Sindulfo. La infeliz, llevada de su instintivo amor hacia el sabio, había querido prodigarle una caricia, y el pobre loco la había recibido como algunos cuerdos reciben á la mujer propia, por la sola razón de serlo. Pero la víctima, cediendo á una convulsión nerviosa, agitaba los remos que le quedaban libres, con tan mala suerte para el presunto marido, que á más de algunos puntapiés en las espinillas se llevó desde la boca á la nuca una colección de redobles á puño cerrado, en que las narices, como punto más saliente, no fueron las menos favorecidas.
—¡Es ella! ¡Es ella!—exclamó don Sindulfo soltándola por fin, y corriendo despavorido al lado de su familia.—¡Es Mamerta! ¿Recuerda usted que tampoco podíamos contrariarla sin que sufriésemos las consecuencias de sus crispaciones, con lo que conseguía hacer siempre su voluntad?