zas por don Sindulfo y Benjamín que, con los ojos fuera de las órbitas y el pelo de punta balbuceaban entre sacudidas nerviosas:
—¡Mamerta!...
—¡Mi mujer!...
Juanita creyó que estaban locos; pero no; era en efecto que los sabios habían reconocido en las modulaciones de aquella cantilena el célebre é ininteligible estribillo con que, en vida, les destrozaba el tímpano constantemente la hija del banquero, la muda de los garbanzos, la esposa del inventor ahogada con su padre, como recordarán mis lectores, al tomar un baño en las playas de Biarritz.
En vano buscaban en los rasgos fisonómicos de la emperatriz trazos que acusasen alguna afinidad con la difunta. Empezando por que hablaba, todo en ella era diametralmente opuesto; mas no obstante, aquella rara melodía ¿era posible que fuese calcada con tan asombrosa exactitud de pausas é inflexiones por otro sér humano nacido á más de tres mil leguas de distancia y á diez y seis siglos de separación del primitivo ejemplar?
Los dos amigos no tuvieron tiempo de rectificar ni de ratificar sus impresiones, porque la impaciencia de los rebeldes desbordada por el entusiasmo, les hizo prorrumpir en un viva á Sun ché; y antes de que los secuaces del emperador pudieran apercibirse al combate, volvieron contra ellos sus armas. Por desgracia para los generosos libertadores, la previsión de Tsaopi había hecho frotar las cuerdas con una sustancia corrosiva; de modo que al tender los arcos aquellas se rompieron; y las flechas en vez de salir disparadas por la tensión cayeron á sus piés dejándolos inermes.
—¡Á ellos!—gritó el calado á los suyos; y sin respetar jerarquías ni condiciones, la emperatriz, los anacronóbatas y los insurrectos fueron ceñidos por estrechas ligaduras y sus gritos ahogados por mordazas de cuero.