llaba el dragón sagrado, monstruo fundido en bronce con las fauces abiertas rasantes al suelo y la cola enroscada perdida en las alturas. Limitaban el área innumerables kioskos que servían de tribuna en las grandes solemnidades para los mandarines y dignatarios de alto rango y que formaban, por decirlo así, escolta al templete imperial al que solo el monarca, su familia y su primer ministro podían tener acceso.
Todas estas fábricas, como el yamen que abierto á cuatro vientos se erguía en el fondo sobre una suntuosa escalinata de mármol con adornos de jade sanguíneo, estaban profusamente iluminadas con miles de linternas de múltiples formas y dimensiones: ya un tulipán y una rosa robaban sus colores á la naturaleza, ya un enorme globo á través de sus paredes hechas de arroz con toda la transparencia del cristal, lucía figuras de movimiento. Junto á un pez de luz que agitaba sus natatorias y coleaba, veíanse dos gallos que libraban entre sí descomunal combate. Ora eran dos medias sandías las que luciendo su rojiza pulpa pendían de un arquitrabe, ora una langosta la que contrayendo y dilatando sus articulaciones coronaba el vértice de un frontón. Gomas odorantes se consumían en centenares de pebeteros; escudos de flores simulando mariposas é insectos alados embalsamaban el ambiente. La entrada estaba custodiada por los dioses porteros: dos gigantescas figuras de siniestra faz, de musculatura titánica y de una riqueza indumentaria sólo comparable con su candor artístico. La guardia de doncellas rodeaba el templete del emperador; las demás fuerzas militares con sus arcos terciados y sus partesanas en reposo ocupaban el segundo término. La baja servidumbre del palacio invadía el graderío.
—«¿Estás seguro de lo que dices?—murmuró por lo bajo el monarca á Tsao-pi para evitar el ser oído por sus tres concubinas oficiales que detrás de él tomaban asiento.