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el anacronópete

la emperatriz.—¿Y qué sabe él de ella? Os ha mentido. Yo sola poseo las pruebas que me dió el occidental y que he sabido sustraer á las requisas de Hien-ti ocultándolas en lo más recóndito del palacio.

—Con doble motivo debéis proceder con cautela si vuestro objeto es recuperarlas; pues no imagino que queráis dejar ignorada tan preciosa conquista.

—¡Oh! No. Decís bien. Es preciso aclarar ese enigma cuya solución parece hallarse en occidente.

—¡Cómo!—interrogaron todos.

—No es este el momento de las explicaciones—continuó Sun-ché.

La noche avanza y el tirano debe estar impaciente. Seguid á la comitiva; fingid doblegaros á los proyectos del emperador. Yo os precedo á palacio para hacerme con las pruebas; y en cuanto la ceremonia comience en el patio del Dragón, me presento á mis secuaces; tras breve lucha os apoderáis de Hien-ti y, libertando al pueblo de un opresor, yo os indicaré quién debe compartir conmigo el trono de Fo-hi.

Y así hablando, lanzó una mirada á don Sindulfo que heló á éste la sangre en las venas, y le valió el que su criada le dijese al oído:

—La suerte no es para el que la busca sino para el que la encuentra. ¡Viva don Pichichi primero! ¡Valiente rey de bastos va usted á hacer!

Todos iban á prorrumpir en una aclamación; pero Sun-ché imponiéndoles silencio, vistióse, para no ser reconocida, las túnicas de una esclava; y seguida de dos eunucos de su confianza absoluta, salió del Anacronópete. King-seng llevando de la mano á Clara la condujo al palanquín; y cerrado este con llave, la música hirió el espacio y el cortejo nupcial tomó lentamente, entre la apiñada multitud, el camino del yamen.

Catorce patios había que atravesar para dirigirse á las habitaciones imperiales, siendo el llamado de honor el inmediato al cuerpo del edificio. En el centro se ha-