golpes de gong con los que se daba á entender á la comitiva que la hora avanzaba y que la paciencia del emperador tocaba á su término.
Entonces King-seng narró lo ocurrido y puso al corriente á su soberana de cómo Hien-ti, pretextando al pueblo su muerte por accidente natural, se disponía á celebrar segundas nupcias con la extranjera á cuyos parientes había ofrecido, en cambio del consentimiento, el secreto de la inmortalidad.
—Miente el infame—exclamó con voz de trueno la emperatriz.—Lo que medita es vuestro exterminio; pero no lo conseguirá.
Y por un instintivo movimiento se abrazó á don Sindulfo como para defenderle de toda asechanza.
—No hay más; la ha flechado—dijo Juana á su señorita.—Á ver si así la deja á usted de mortificar ese sinapismo.
—No lo conseguirá—replicó el maestro de ceremonias;—porque presintiendo que aún no habíais exhalado el postrer suspiro, vuestros parciales sólo aguardan á que dé principio la ceremonia para provocar la rebelión.
—Pues bien, marchemos; yo os guiaré al combate.
—Poco á poco—objetó Benjamín, á quien el bélico entusiasmo de la augusta señora cercenaba las probabilidades de éxito si, vencidos en la refriega, no podía hacerse dueño del talismán que tanto ambicionaba.—La prudencia dicta meditar bien el caso antes de abandonarse á una aventura peligrosa.
—Si—adujo King-seng.—Vuestra egregia persona no debe exponerse. Todo está ya previsto para caer oportunamente sobre el tirano cuando menos lo presuma. No por anticipar el triunfo lo convirtamos en derrota.
—Esperemos á que nos libre el arcano de la inmortalidad.
—¿La inmortalidad?—inquirió con cierto orgullo