nidades habían llegado hasta el celeste Imperio, y Juanita le largó un abrazo á la usanza de Pinto que casi lo derriba.
—Silencio, imprudentes—prosiguió el ángel tutelar de los desahuciados.—Evitad que nos oigan. El emperador os ha tomado por Tao-ssé venidos á Ho-nan para renovar las luchas de los gorros amarillos y se propone exterminaros apenas verificada la ceremonia nupcial. Esta boda no la lleva á cabo más que para saciar un grosero apetito, toda vez que una ley reciente le prohibe aumentar el número de sus concubinas.
—¡Qué horror!—balbucearon los reos.
—Sí; pero aquí estoy yo que lo sé todo.
—¿Cómo?—inquirieron los circunstantes estrechando el grupo.
—Hace como diez lunas que llegó de occidente un hombre fugitivo. Oculto en Honan encontró medio de ponerse en contacto con la emperatriz Sun-ché, la esposa mártir del opresor. Lo que la dijo lo ignoro; pero la augusta señora, que me honraba con sus confidencias, me dió á comprender que aquel hombre era el que en sus apotegmas dice Confucio que traería de Occidente la revelación de su doctrina y que, en efecto, le había ofrecido la inmortalidad.
—¡La inmortalidad!—repitieron todos escuchando con interés creciente un relato que justificaba la monomanía de Benjamín.
—Sí—prosiguió King-seng;—para ella y para los suyos. La emperatriz me encargó de crear prosélitos y ordenó al misterioso personaje que hiciese venir de sus apartadas regiones algunas familias que alimentaran y propagasen sus luces. Vosotros sois sin duda los primeros en acudir al llamamiento y yo os brindo con mi protección.
La oferta tenía demasiada importancia para que nadie se atreviera á destruir la suposición del maestro de ceremonias; así es que viendo en ello su salvación,