ción, sino devorando en cada minuto una ilusión de los viajeros.
Al anochecer espiraba el plazo de las cuarenta y ocho horas prescrito por la ley para el luto nacional, y acto continuo la nueva emperatriz debía dirigirse al yamen á compartir el trono con el soberano.
Desde muy temprano fué visitado el Anacronópete por la servidumbre de Hien-ti, que, con opíparos manjares, ricos presentes y trajes de boda, á la usanza china, para todos los expedicionarios, estaba presidida por King-seng, maestro de ceremonias de la corte y joven simpático, de gallarda apostura, á quien todos otorgaron una preferencia espontánea, no sé si por el sello de tristeza que llevaba en el semblante ó por las atenciones que guardaba á los cautivos.
Por fin al declinar la tarde llegaron las esclavas y los eunucos encargados de vestir y aderezar el tocado, así de la contrayente como de su séquito, lo que quería decir que la hora había sonado de abandonar toda esperanza. La desesperación, último baluarte del impotente, se apoderó de los expedicionarios. Clara y Juanita abrazadas en un rincón se resistían heróicamente á entregar sus cuerpos á aquel para ellas fúnebre atavío. Don Sindulfo con los ojos extraviados incitaba á su amigo á que protestase de aquella violencia en el idioma de Confucio, como él lo hacía en el más enérgico aragonés. Benjamín, sin arrepentirse de lo hecho, empezaba á experimentar cierta compasión por sus correligionarios; y todo era lamentos, confusión y desorden cuando el maestro de ceremonias, mandando salir del laboratorio á la servidumbre y tomando aparte á los viajeros:—Desgraciados—les dijo —no temáis; yo os salvaré.
Júzguese de la sorpresa y de la alegría de los cuatro ante las palabras de King-seng, cuya traducción les iba haciendo Benjamín. Clara le estrechaba las manos, don Sindulfo le daba gracias en latín por si las huma-