—Sí; hace ya seiscientos años que no nos servimos de los buques de madera; y más de doce siglos que hacemos uso en ellos de ese aparato que tú nos presentas como una maravilla y cuya invención sabe el cielo á quién pertenece.
Absortos estaban los dos sabios sin acertar á darse la explicación de lo que veían, cuando un confuso tropel de gente que, gritando para abrirse camino, precedía á unos carromatos de extraña forma, les sacó de su atolondramiento.
—¿Qué ocurre?—inquirió don Sindulfo.
—Nada importante—repuso Tsao-pi.—Algún incendio. Eso son las bombas que van á sofocarlo.
—¡Las bombas!—prorrumpieron todos.
—Que le echen á usted un roción—dijo la de Pinto á su amo;—á ver si le calman á usted esos ardores de la juventud.
—Pero esa invención—añadió Benjamín oponiéndose aún á la evidencia—como la de los pozos artesianos, la porcelana, los puentes colgantes, los naipes y el papel moneda, no datan en China, según nuestros historiógrafos, sino de los siglos octavo al trece, y estamos á principios del tercero. Pues si bien es cierto que el sabio sinólogo Estanislao Julien comunicó en 1847 á la academia de ciencias de París la fecha de ciertos descubrimientos de los chinos, las épocas que cita parecen tan fabulosas que el orgullo europeo se resiste á aceptarlas.
—¿Y qué dice de nosotros ese buen señor?
—Supone que en el siglo x de nuestra era ya poseíais el grabado y la litografía.
El emperador por toda respuesta le enseñó su retrato y el de su difunta, que, hechos por ambos procedimientos, pendían de los muros con siete siglos de antelación á la hipótesis de Julien.
—¿Y qué más refiere?—añadió Hien-ti.
El políglota, bajando la voz, repuso: