camente los progresos de la ciencia y de la industria. Mucho menos reflejaban aquellas fisonomías la alegre satisfacción con que los habitantes de la antigua Lutecia corren anualmente á ver disputar el gran premio en el concurso hípico destrozando palabras inglesas y luciendo trajes y trenes, capaz cada uno de satisfacer el precio del handicap y de saldar todos juntos la deuda flotante de algún Estado.
Verdad es que aunque época de certamen universal, pues desfilaba el año de 1878, no lo era de carreras, pues no iban transcurridos más que diez días del mes de Julio. Además no había vaivén; es decir que no acontecía lo que en aquellos casos, que la gente que se divierte se cruza en opuesta dirección con la que trabaja ó huelga. Todos seguían el mismo rumbo llevando impresa en la mirada la huella del asombro. Las tiendas estaban cerradas, los trenes de los cuatro puntos cardinales vomitaban viajeros que asaltando ómnibus y fiacres no tenían más que un grito:—¡Al Trocadero!
Los vaporcitos del Sena, el ferro-carril de cintura, el tram-way americano, cuantos medios de locomoción en fin existen en la Babilonia moderna, multiplicaban su actividad hacia aquel punto atractivo del general deseo. Aunque el calor era sofocante como de canícula, dos ríos humanos se desbordaban por las aceras de las calles, pues, exceptuando los vehículos de propiedad, París con sus catorce mil carruajes de alquiler, no podía transportar arriba de doscientas ochenta mil personas, concediendo á cada uno diez carreras con dos plazas; y como la población se elevaba á dos millones, en virtud del espectáculo del día á que todos querían asistir, resultaba que un millón y setecientos veinte mil individuos tenían que ir á pié.
El Campo de Marte y el Trocadero, teatro de aquella representación única, habían sido invadidos desde el