riano O-lo-pen del Ta-tsin, es decir del imperio romano. El emperador envió á su encuentro los principales dignatarios que le condujeron al palacio; hizo traducir sus santos libros y, persuadido de que encerraban una doctrina verdadera y saludable, decretó que fuese erigido un templo á la nueva religión y que veintiun sacerdotes se consagrasen á su servicio. El hecho está consignado en un monumento levantado en Si ngan fu, en el cual la doctrina cristiana se encuentra expuesta sucintamente, y se dice que los misioneros llamados por O-lo-pen llegaron en 636 á la corte de Tai-tsung; que éste publicó un edicto en favor del cristianismo; que Kao-tsung hizo construir iglesias en todas las ciudades; que Vu-heu persiguió á sus sectarios y que Kuo-tsé iba siempre seguido de un sacerdote cristiano en las batallas.
Las revueltas políticas, que á principios del siglo tercero de nuestra era (en que va á tener lugar este relato) agitaban la China, no podían por menos de transmitir su influencia á las antagonismos religiosos que entre sí despertaban los tres principios de Lao-tsé, Confucio y Fó ó Budha.
El emperador Ho-ti fué el primero que en el año 120, era cristiana como todo lo que á seguir va, concedió honores y dignidades á los eunucos de palacio, en detrimento del ascendiente que los letrados habían tenido hasta entonces en la corte. Unos y otros continuaron disputándose el poder hasta el año 187 en que los eunucos hicieron sospechosa á los ojos del monarca la academia, presentándole la unión de los hombres instruídos como un peligro contra su tiranía. El emperador Chung-ti desterró a los doctores y libró á los tribunales á los más ilustres proclamándose él á su vez amigo de la ciencia por haber hecho grabar sobre cuarenta y seis lápidas de mármol y en tres clases de caracteres los cinco libros clásicos del I-King.
Aunque los Tao-ssé hacían aparentemente causa co-