los letrados, si uno de estos, tomando la copa que sus rivales destinaban al monarca, no la hubiese apurado de un sorbo desafiando el enojo del augusto personaje que, en su ceguedad, le condenó á morir en su presencia.
—Si la eficacia de este licor es verdadera—le dijo el confucista—la orden que acabáis de dar es inútil: si por el contrario es falsa, con mi muerte destruiréis vuestro error.
El engaño descubierto, Wu-ti volvió su crédito á los letrados, y los Tao-ssé continuaron ejerciendo su influencia tan sólo entre los ignorantes y amigos de la ociosidad. Estos siguiendo la religión de los espíritus, como ya se ha visto; aquellos predicando el escepticismo y la indiferencia y consignando que la muerte no tiene más objeto que hacer pasar el alma á otro cuerpo ó descomponerla en aire, sin que quede nada del hombre á no ser la sangre en sus hijos y el nombre en su patria.
Ello no obstante, como en sus libros consignase Confucio que él no trataba sino de restablecer la doctrina primitiva y que no era más que el precursor de un ilustre personaje que vendría de Occidente, el rey Ming-ti envió en el siglo primero de nuestra era una flota hacia aquella parte, en busca del gran reformador. Las naves fueron bastante lejos; pero no atreviéndose á ir más allá, abordaron una isla en que encontraron una estatua de Budha que, trasladada á China en el año 65 de Jesucristo, fué desde entonces adorada bajo el nombre de Fó y sigue compartiendo el culto con los prosélitos de Lao-tse y los letrados.
Algunos cristianos, huyendo por esta época de las persecuciones de Nerón, llegaron hasta el Celeste Imperio; pero cohibidos por la escasez del número y por las condiciones del país, quedaron oscurecidos hasta que en 635 de nuestra era, bajo el reinado de Tai-tsung, fué recibido en Chang-ngan el sacerdote nesto-