rada por sus prosélitos que se apellidaron Tao-ssé ó sean doctores celestes. Y en efecto, mientras Lao-tseu no asentaba el bien público y el privado sino en el ejercicio de la virtud y en la identificación con la razón suprema para dominar los sentidos y alcanzar la impasibilidad, sus sectarios abusaron de esta inacción para abandonarse á un rígido ascetismo; y, proclamando que la sabiduría engendra los desórdenes, recomendaron al pueblo la ignorancia más absoluta, reservándose no obstante las artes cabalísticas y adivinatorias á fin de embaucar con ellas á las masas cuando, á la aparición del Budhismo en China, los Tao-sse se confundieron con los Bonzos.
Las dos sectas de los Yang y los Mé no son sino ramas del mismo tronco: sus diferencias son tan insignificantes que no merecen ser reseñadas sino comprendidas en el principio fundamental de la religión de los Tao-ssé, cuya consecuencia fué elevar á dogma la ociosidad entre las clases ignorantes.
El año 551 antes de la era vulgar, hacia el solsticio de invierno del año vigésimo segundo del reinado de Ling-uan, nació en la aldea de Tseu, reino feudal de Lu (hoy provincia de Chan-tung), el gran Kun-fu-tseu ó Confucio como le llamamos en Europa.
Tan distante este filósofo de la ciega credulidad como de las mágicas ficciones de los Tao-ssé, jamás se ocupó ni de la naturaleza humana, ni del principio divino, ni de la metafísica en fin. Su carácter no es el de un innovador; limítase tan sólo á restablecer las bases de la moral práctica de las sociedades primitivas.
«Lo que yo os enseño, decía él, lo podéis aprender por vosotros mismos haciendo un legítimo uso de las facultades de vuestro espíritu. Nada tan natural ni tan sencillo como la moral cuyas prácticas saludables trato de inculcaros. Todo lo que yo os predico, los sabios de la antigüedad lo han ejecutado ya. Su