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enrique gaspar

—Es claro. Las babas de don Sindulfo que lo reblandecen todo—murmuró, y echóse en busca de otra caja y de algunas virutas y trapos con qué facilitar la combustión. No encontrando nada á propósito, dió al pasar por el cuarto de las agregadas con unos fragmentos de telas y pieles que, aunque acusaban una rica procedencia, eran retales al fin y muy del caso en circunstancias tan apremiantes. Dispuso los residuos en el fogón y, haciendo una nueva é inútil tentativa con los fósforos:

—Á ver si usted tiene más gracia—dijo á Benjamín que acudía cargado con un pilón de azúcar y un bote de té Hulón.

—Esto es más breve—arguyó el políglota comunicando la chispa eléctrica al hornillo á merced de la cual los trapos se encendieron pero no los carbones; siendo de notar, por más que ninguno de ambos observase el fenómeno, que las suplentes virutas iban tomando extrañas formas parecidas á lazos, mangas de vestido, tacones de bota y objetos de mercería.

—Parte un poco de azúcar—ordenó Benjamín á Juanita en tanto que él, puestas las hojas en la tetera, derramaba encima el agua hirviendo.

—El demonio que pueda con esta pirámide de Egipto! si es más dura que la cabeza de un sabio—repetía Juanita dando golpes en el pilón con un martillo sin conseguir levantar una arista.

—Déjate; aquí hay azúcar molido—exclamó el interpelado poniendo una cucharada en la taza de otro paquete que para el uso ordinario había en el vasar y sirviendo en ella el licor benéfico.

—Pero aguarde usted... si eso no está aún! Todavía no ha tomado color.

Un sudor frío circuló por la frente de Benjamín, en quien la resistencia del pilón, la incombustibilidad de los carbones y la inalterabilidad del agua vinieron á darle la llave del enigma. Presa de una agitación ner-