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REJUVENECIMIENTO DE EGIPTO

estrecho camino flanqueado de elevados muros que termina en la puerta el Azab do la ciudadela, hendió el viento el estampido de un cañonazo: por medio de él avisaba Mehemet- Alí á los soldados albaneses que había llegado el instante de comenzar la matanza, y en efecto, al través de todas las ventanas, de todas las claraboyas, de todas las aberturas, descargas no interrumpidas un sólo instante empezaron á vomitar la muerte y el exterminio. Eran los albaneses que rompían el fuego situados detrás de la robusta muralla. Un centenar de hombres y caballos alcanzados por los proyectiles, revolcándose en su propia sangre, rodaron sobre el suelo en el camino cubierto. A la primera siguieron nuevas descargas que diezmaban á los amontonados beyes. Los que habían sido respetados por las balas echaron pié á tierra y desenvainando los alfanjes y empuñando las pistolas apercibiéronse ála defensa; mas en vano buscaron al enemigo que disparaba contra ellos sobre seguro: al alcance de sus miradas no habia más que muros elevadísimos, cortados á pico, al través de los cuales pasaba la muerte y la destrucción. Caballos y jinetes, vivos, muertos y moribundos, formaban en medio del desorden más espantoso un monton horrible, del cual se escapaban aves, gemidos y maldiciones, en el que los moribundos se estremecían en el estertor de la agonía, y cuyos rumores y estremecimientos iban extinguiéndose al paso que crecia y se ensanchaba. Cual se borra con la esponja la cantidad escrita sobre el encerado, Mehemet-Alí habia extinguido en el breve espacio de media hora aquellas vidas que momentos antes se agitaban en la plenitud v exuberancia de sus fuerzas. Sólo uno de los mamelucos escapó á la matanza. Amin— bey, que, arrastrado en vertiginosa carrera por su caballo, precipitóse desde una altura enorme, saltando el parapeto de la ciudadela: por lo menos así lo dicen los cairotas, que no sólo lo creen, sino que muestran al viajero el sitio desde el cual se lanzó ciego el brioso corcel. Terminada la horrenda tragedia, cuando no quedaba alma viviente ante la puerta de el-Azab , presentóse á Mehemet-Alí su médico italiano, dirigiéndole los más entusiastas parabienes. Mehemet no le dijo palabra; pero pidió de beber y bebió á grandes tragos. La muerte dada á los beyes, no hay para qué ocultarlo, fué terrible, espantosa; mas no debe tampoco perderse de vista que el Egipto habría sido presa de un despotismo feroz como no se le hubiera librado de la desastrosa dominación de los mamelucos. El crimen de que acabamos de dar cuenta pertenece á la historia, no á la leyenda: es de nuestro siglo, no de los tiempos de la Edad media: y sin embargo, quien lo cometió no era en manera alguna un loco dominado por el furor sanguinario, sino un político accesible á todos los sentimientos y emo- ciones del corazón; pero un político que marchaba derecho á su fin, sin atender á consideración alguna que de su camino pudiera desviarle, é incapaz de retroceder ante recurso alguno, por más espantoso que fuese, si juzgaba de trascendencia el fin que se propusiera alcanzar. La tragedia tuvo un epílogo más horrendo, si cabe, que la tragedia misma. Terminada la matanza de la ciudadela, Mehemet-Alí ordenó la estrangulación de los beyes que habían permanecido en las provincias, los cuales se elevaban al número de seiscientos. Los gober- nadores, en cumplimiento de las órdenes de aquél, enviaron á la capital las cabezas de las víctimas.


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