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Encíclica

y finalmente porque da testimonio de esa virtud misteriosa por la cual otro Paráclito, prometido por Cristo en su pronta vuelta al cielo, continuamente derrama sus dones en ella, y la defiende y consuela en cada tribulación; espíritu que permanece con ella para siempre; espíritu de verdad que el mundo no puede recibir, porque no lo ve, ni lo sabe, porque morará entre vosotros y estará con vosotros[1]. De esta fuente fluye la vida y el corazón de la Iglesia; y también su distinción de todas las demás sociedades, como enseña el Concilio Ecuménico Vaticano, por las notas manifiestas, por la que es señalada y constituida «como una bandera levantada entre las naciones»[2].

Y de hecho, solo por un milagro del poder divino puede suceder que entre el torrente de corrupción y la frecuente deficiencia de sus miembros, la Iglesia, en cuanto es el cuerpo místico de Cristo, permanezca indefectible en la santidad de la doctrina, de las leyes, de su fin; de sus mismas causas se derivan efectos igualmente fructíferos; de la fe y la justicia de muchos de sus hijos cosecha abundantes frutos de salud. No menos claro aparece el sello de su vida divina en que entre tantas y tan malas complicidades de opiniones perversas, entre un número tan grande de rebeldes, entre tantas variaciones multiformes de errores, ella persevera inmutable y constante, como columna y soporte de la verdad, en la profesión de la misma doctrina, en la comunión de los mismos sacramentos, en su divina constitución, en el gobierno, en la moral. Y esto es aún más admirable, porque ella no solo resiste el mal, sino que vence al mal con el bien, y no deja de bendecir a los amigos y a los enemigos, mientras se afana y anhela la renovación cristiana de la sociedad y no menos la de cada uno de los individuos. Porque esta es su propia misión en el mundo, y de ella sus mismo enemigos sienten los beneficios.

Una influencia tan admirable de la divina Providencia en el trabajo de restauración promovido por la Iglesia se muestra espléndidamente en aquel siglo que vio surgir un consuelo para lo buenos con San Carlos Borromeo. Entonces, dominando las pasiones, casi totalmente falseada y oscurecida la verdad, tuvo una lucha continua con los errores, y la sociedad humana, precipitándose en lo peor, parecía correr al abismo.

  1. Jn XIV, 16 y ss. - 26 y ss. - XVI, 7 y ss.
  2. Sesión III, Const. Dei Filius, cap. 3.