Página:Editae saepe en italiano en AAS-02-1910.pdf/21

Esta página ha sido corregida
401
Encíclica

No solo nunca cedió a algo que fuese fatal para la fe y la moral, sino tampoco a pretensiones contrarias a la disciplina y gravosas para los fieles, aunque procediesen de un poderoso monarca y además católico. Consciente de la palabra de Cristo: Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios[1], así como la voz de los Apóstoles: Mejor es obedecer a Dios que a los hombres[2], se hizo benemérito en grado sumo, no solo de la causa de la religión, sino de la misma sociedad civil, que, pagando el precio de su necia prudencia y sumergida casi por las tormentas de las sediciones excitadas por ella misma, correría a una muerte segura.

La misma alabanza y gratitud se deberá a los católicos de nuestro tiempo y a sus valerosos líderes, los obispos, mientras que ni los unos ni los otros falten a los deberes propios de los ciudadanos, ya sea guardando fidelidad y respeto a los que dominan, aunque sean díscolos, cuando ordenan cosas justas, como repeliendo sus órdenes cuando son injustas, alejándose igualmente de la rebelión procaz de aquellos que corren a las sediciones y disturbios, como de la abyección servil de quienes aceptan como leyes sacrosantas los estatutos manifiestamente impíos de hombres perversos, que con el mentiroso nombre de las libertades trastornan todo e imponen la tiranía más dura. Esto sucede en presencia del mundo y a la luz de la civilización moderna, especialmente en alguna nación, donde el poder de las tinieblas parece haber colocado su principal sede. Bajo esa tiranía abrumadora pisoteados miserablemente los derechos de todos los hijos de la Iglesia, apagado en tales gobernantes cualquier sentido de generosidad, amabilidad y fe en todos los gobernantes, donde por tanto tiempo sus padres, brillaban por el título de cristianos, brillen por tanto tiempo. Tanto es así que, habiendo entrado el odio de Dios y de la Iglesia, se vuelve atrás in todo y se correa al precipicio hacia la barbarie de la antigua libertad, o más bien al cruel yugo, del que la única familia de Cristo y la educación introducida por él nos ha sustraído. O bien, como expresaba Borromeo, tanto es «una cosa cierta y reconocida que, por ninguna otra culpa es Dios más gravemente ofendido, ninguna provoca una mayor indignación que el vicio de las herejías, y que a su vez nada puede arruinar tanto las provincias y los reinos como esa horrible plaga.»[3].

  1. Mt XXII, 21.
  2. Hch V, 29.
  3. Conc. Prov. V, Pars I.