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Encíclica

y el de santificarla, mientras que por medio de quienes en su propio grado y cargo son ministros o cooperadores, comunica los medios apropiados y necesarios para la salud.

Lo que significa que los verdaderos reformadores no sofocan los brotes para salvar la raíz, es decir, no separan la fe de la santidad de la vida, sino que alimentan y calientan el aliento de la caridad, que es vínculo de perfección[1]. De la misma manera, obedeciendo al Apóstol, guardan el depósito[2], no ya para evitar su manifestación y restar su luz a la gente, sino para expandir con una vena más amplia las aguas más saludables de la verdad y la vida que fluyen de esa fuente. Y en esto unen la teoría a la práctica, valiéndose de ella para evitar el engaño del error, de esto para aplicar los preceptos a la moralidad y la acción de la vida. Por lo tanto, también procuran los medios que son apropiados o necesarios para el propósito, tanto para la erradicación del pecado como para la perfección de los santos, para la obra del ministerio, la edificación del cuerpo de Cristo[3]. Y esto es precisamente lo que pretenden los estatutos, cánones y leyes de los Padres y Concilios, los medios de enseñanza, de gobierno, de santificación, la beneficencia de todo tipo; esto en suma es lo que pretende la disciplina y toda la actividad de la Iglesia. A estos maestros de la fe y de la virtud se dirige la vista y el alma del verdadero hijo de la Iglesia, mientras se propone reformarse a sí mismo y a los demás. Y en tales maestros se apoya también Borromeo en su reforma de la disciplina eclesiástica, y con frecuencia los recuerda, como cuando escribe: «Nosotros, siguiendo la antigua costumbre y autoridad de los santos Padres y de los Sagrados Concilios, principalmente del Concilio Ecuménico de Trento, hemos establecido muchas disposiciones sobre estos mismos puntos en nuestros precedentes Concilios provinciales». - Del mismo modo, al tomar medidas para reprimir los escándalos públicos, se declara guiado «por la ley y las sanciones sacrosantas de los cánones sagrados y, sobre todo, del Concilio Tridentino»[4].

Y no contento con esto, para asegurarse de que nunca tenga que apartarnos de la regla antes mencionada, por lo general, concluye los estatutos de sus Sínodos provinciales:

  1. Col III 14
  2. 1 Tm VI, 20.
  3. Ef IV, 12.
  4. Conc. Prov. V, Pars I.