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Encíclica

la niegan al Maestro supremo de todas las cosas, recomendamos que se establezcan en las ciudades escuelas religiosas apropiadas. Y si bien esta labor, gracias a vuestros esfuerzos, ha hecho hasta ahora bastantes buenos progresos, sin embargo, es muy deseable que se extienda más y más, esto es que estas escuelas se abran en todas partes y florezcan con maestros encomiables por su doctrina e integridad de vida.

Con esta enseñanza muy útil para los primeros rudimentos, va estrechamente unido el oficio del orador sagrado, para el cual, con mayor razón, se buscan las cualidades mencionadas. Por esto, el empeño y los consejos de Carlos en los Sínodos provinciales y en los diocesanos apuntaban con un cuidado muy especial a capacitar a los predicadores para que pudieran empeñarse santamente y con fruto en el ministerio de la palabra. Actualmente esto mismo, y quizás con más fuerza, nos parece requerida por los tiempos que corren, mientras la fe vacila en muchos corazones, no faltan aquellos que, por la vaguedad de la vana gloria, siguen la moda, adulteran la palabra de Dios, y quitan a las almas el alimento de la vida.

Por lo tanto, con la mayor vigilancia, debemos observar, Venerables Hermanos, que nuestra grey de hombres vanos y frívolos no sea pasto del viento, sino que se nutra del alimento vital de los ministros de la palabra a quienes se aplican aquella sentencia: hagamos nosotros las veces de embajadores en el nombre de Cristo, como si Dios os exhortase a través de nosotros: reconciliaos con Dios[1]; -de ministros y legados que no caminan con astucia, ni corrompen la palabra de Dios, sino recomendándoos ante toda conciencia humana por la manifestación de la verdad delante de Dios[2]; - operarios que no tienen de que avergonzarse y que expone con rectitud la palabra de la verdad[3]. Y no menos útiles nos serán aquellas normas santísimas y sumamente fructíferas que el obispo de Milán solía recomendar a los fieles, y se resumen en esas palabras de San Pablo: habiendo recibido de nosotros la palabra de la predicación de Dios, vosotros la aceptasteis no como palabra humana, sino como lo que es en verdad: palabra de Dios, que obra en vosotros lo que habéis creído[4].

  1. 2 Co V, 20.
  2. 2 Co IV, 2
  3. 2 Tm II, 15.
  4. 1 Ts II, 13