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renovados. Pues tenía que guardar el recuerdo de un héroe cuya figura no debía decaer. Goethe tenía que aparecer, para ser verdadero, con toda la benevolencia de su ánimo, con la plena claridad y fuerza de su espíritu, con toda la dignidad de su personalidad eminente. ¡Y esto no era fácil!

Mis relaciones con él eran muy peculiares y muy delicadas. Eran las del discípulo con el maestro, las del hijo con el padre, las del sediento de saber con el saturado de sabiduría. Me atrajo a su círculo y me dejó participar de los goces espirituales y corporales de una existencia elevada. A veces, sólo le veía de ocho en ocho días, por la noche; otras veces, a diario, teniendo la dicha de comer con él; en ocasiones, con muchos comensales; en otras, solos.

Su conversación era variada como su obra. Era siempre el mismo y siempre diverso. A veces le ocupaba alguna gran idea, y sus palabras fluían profundas e inagotables. En ocasiones, su conversación era como un jardín en primavera, donde todo está florecido y en el que, deslumbrado por tanta magnificencia, no se le ocurre a uno coger un ramillete. Otras veces, en cambio, se le veía silencioso y monosilábico, como si flotase una niebla densa sobre su alma, y había días en que parecía como si estuviese transido de frío y como si soplase un viento cortante sobre campos de hielo y nieve. Mas, al poco tiempo, veíasele como un día riente de verano en el que cantasen