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MEMORIAS Y TRADICIONES 97

—¿Y bien?...

. —¿Un sueño he dicho? No, he tenido veinte sobre el mismo ema.

—adsí son de porfiadas ciertas ilusiones. Supongo lo que ha- brás soñado: que tenía millones. Luego te despertarias y verías que no tenías más bolsa que la funda de tu almohada .

—:¡Ojalá hubiera sido así!

— ¿Pues entonces?

—HEe soñado con sangre. (Con mucha sangre. He soñado con un cadalso.

—i¡Hombre, habrás visto la representación de algún drama horripilante!

—¿Te burlas? 2

—No, Leonardo, te llamo a la realidad. Pero sigue; veamos en qué consistían tus sueños de sangre y cadalsos.

Leonardo se contuvo. Hubiera tal vez deseado en aquel ins- tante transmitir a mi espíritu su propia inquietud, y al verse contrariado se retrajo.

Pasaron momentos de silencio.

—Y bien, Leonardo, ¿nos bañamos?—dije yo al fin, reanu- dando la conversación.

—No me baño... Báñate tú... Aquí te espero—contestó Bello. *

—Si tú no lo haces—repliqué—tampoco lo haré yo, y en es- te caso es mejor que nos vayamos.

—Escucha—dijo de pronto Bello como resolviéndose a la confidencia—,escucha. Hace mucho tiempo que mis sueños me torturan. No veo.en ellos las cosas que a nuestra edad preocu- pan a los hombres hasta cuando duermen: fiestas, amores, ilu- siones de gloria y de fortuna. Nada de eso. Mis sueños son té- tricos y argustiosos. He soñado muchas veces que tenía a la vista largas filas de cadáveres extendidos a la falda de una mon- taña o dispersos en la llanura. Y era yo el único testigo que es- cuchaba el llanto de millares de viudas, de huérfanos y de ma- dres abrazadas a cuerpos yertos... Pero anoche ¡oh! anoche mi fantasía ha tramado algo que excede a mis trágicas visiones anteriores. He soñado con un cadalso al que avanzaba rodeado de ula inmensa muchedumbre que me burlaba con descompasa- dos gritos. He llegado al banco terrible, he sentido sobre mi pecho el golpe de las balas que me despedazaban. Y cuando por esfuerzos del corazón que se debatía opreso, me despertaba, era para dormirme de nuevo, y para de nuevo contemplar la sombra del patíbulo.

Yo escuchaba con incredulidad a mi amigo. Quise combatir sus preocupaciones y objeté:

—-Pero tú eres un muchacho sensato, Leonardo. Eres apa- cible, y nada hace suponer que puedas verte envuelto en la ca- tástrofe de la guerra, en la que únicamente podrías ver realiza- das tus lúgubres visiones. Domina, pues, tus inquietudes, y re- chaza esas supersticiones indignas de tu inteligencia...

Hay casualidades que parecen augurios, y de esta naturale- za fué la que sobrevino en aquel instante, hoy enterrado bajo la pesada piedra de cuarenta y nueve años. Uno de aquellos hura- canes tan frecuentes en el lustro que va desde el año treinta has-

ta el treinta y cinco, y que por lo común terminaban con una formidable lluvia precedidá de verdaderas trombas de polvo arrebatado al desierto, acaba de desatarse. El contrasta no po- día ser más grande. A la claridad de la luna, a la limpidez de



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