26 PEDRO ECHAGUL sión hiriente. Parco de frases como apacible de semblante, Leo- nardo poseía, además, una voz flexible de acento a la vez dulce y varonil. Sin su abultada nariz, hubiera sido un lindo mucha- cho. Llegado a hombre fué de baja estatura, un poco grueso y llevó el rostro siempre cubierto de una espesa barba del color de su cabello.
Meditabundo en la niñez, melancólico y sufrido, llegó a la edad viril sin cambiar de carácter. Había perdido a su padre, honrado artesano, cuando era muy pequeño todavía, y había crecido en medio de todas las necesidades materiales, pues era pobre. ¡:Ay, cuántas veces se sonrojó Leonardo ante nosotros por no poder presentarse vestido con decencia!
Tenía altas y nobles ambiciones, y no dejó de perseguirlas a pesar de todos los obstáculos. Su pobre madre, sin recursos, no había podidg darle una mediana educación y él tuvo que abandonar la escuela apenas iniciado en los primeros rudimen- tos. Esto no obstante, a los 14 años Leonardo estropeaba el in- glés y sabía contabilidad. A los libros que nosotros le 'prestába- mos para su instrucción, añadía é€l la lectura de cuanto impreso le venía a mano, hasta la de los retazos de papeles que encontra- ba en la calle, sin distraer por eso el tiempo preciso que tenía dedicado al trabajo; pues desde la edad de ocho años, Leonardo ayudaba al sostén de s.1 madre y hermanos.
En su niñez no tuvo apego a las diversiones infantiles; en su juventud se condujo como un hombre maduro; una vez hom- bre mostró que había nacido para héroe.
En una noche del mes de Diciembre del ya citado año de 1835, y al punto en que las campanas del monasterio de las Ca- talinas llamaban al rezo de ánimas, Leonardo y yo bajando en dirección al río, fuimos a sentarnos sobre unas elevadas toscas de las playas que nos servían de punto de reunión, cada vez que nos citábantos para ir a bañarnos. La luna acababa de alzarse sobre el majestuoso río que la reflejaba dulcemente en sus lin- fas. Al contacto de la brisa, oscilaban sobre las aguas los rayos de la luna, pintando sobre la vasta superficie largas y quebradi- zas líneas de plata. Los ecos ya próximos, ya distantes, ya con- fusos, ya claros, de niños que gritaban y adultos que reían, lle- gaban hasta nosotros. Eran los concurrentes habituales de la playa a la hora del baño.
Más lejos, del otro lado de los movedizos grupos, una banda militar parecía acompañar estos murmullos, tocando a las puer- tas del Restaurador una estruendosa y macarrónica pieza, com- puesta sin duda a propósito para acompañar en sus siniestras ta- reas a los miembros de la Sociedad Popular de nefanda memoria.
JAlquella noche Bello estaba pensativo, y contestaba apenas a mi charla. Noté que algo mediaba, capaz de hacer subir de pun- to la habitual melancolía de mi amigo, y le inquirí la causa de su manifiesta desazón. Parecía abstraído en la contemplación de la luna. Había apoyado la mejilla sobre la mano derecha y el codo sobre la rodilla. Y aquí tuvo lugar el siguiente diálogo:
—zLeonardo, amigo, ¿qué demonios tienes? Hace ya rato que estamos juntos y no haces más que suspirar.
—Tienes razón, discúlpame; estoy triste, muy triste.
—¿Por qué? d
—He tenido ún sueño terrible en la pasada noche.