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$0 PEDRO ECHAGUE

sus extravagantes métodos de trabajo, merece la pena de ser descripto. m

Al centro de un corral que constaría de unos seiscientos me- tros cuadrados, se elevaba una rústica armazón de palos en for- ma de paraguas. La rodeaban maderos puestos a guisa de sun- chos o duelas de barrica. Todo el aparato estaba ligado por me- dio de lazos y dispuesto de manera que remedaba un enorme pal- co circular. El diámetro del círculo que aquél abarcaba, ten- Gría unos cuarenta metros. Abriéronse los leños que hacían las veces de puerta del corral, y un clamoreo de voces se levantó en señal de regocijo, por la salvaje función que iba a comenzar.

Una bandada de loros asustada por una detonación, no vue- la con más presteza que la que pusieron unos cuantos centena- res de indios para invadir el corral, treparse a las murallas y al armazón central y diseminarse por cuanto sitio propicio descu- brieron para tomar parte en el acto próximo. Las mujeres se apoderaron de la parte superior del palco ya descripto; los hom- bres ocuparon la inferior, no sin cruzar antes algunos mojicones para obtener ¡iocal en la línea más baja de los arcos que ceñían el armazón. El capataz, entretanto, acompañado de los peones arrieros, hizo entrar la boyada en aquel recinto, del que al cabo de unas horas salió convert Ca en cuartos.

La matanza se inició arreando despacio la hacienda que, a marcha mesurada, circunvalaba interiormente el corral. Los ji- netes y algunos comedidos de a pie, la compelían a rozarse con los palos del armazón.

Y aquí entra lo repugnante.

Muy raro era el indígena que para desempeñarse como car- nicero, estaba armado de un cuchillo de verdad. De lo que la mayoría de ellos se servía era de un pedazo de arco de barril asegurado a un hueso o a un pedazo de madera con fuertes li- gaduras. Las indias—que al principio eran espectadoras de la matanza—tenían también su quehacer en la carneada; pero para su faena les bastaba con las uñas. Una vez puesta la hacienda al alcance de los indios encaramados en el armazón, empezaron éstos el desgarretaje. Se inclinaban casi hasta tocar con la ca- beza en el suelo, procurando alcanzar las patas traseras del buey que pasaba cerca, y le descargaban un tajo en el tendón. El gol- pe era seguro. No vi errar ni uno solo. 'Al contrario: indio vi dotado de tal destreza para este ejercicio, que sin perder su pos- tura de acróbata, tuvo tiempo para inutilizar las dos patas de un solo animal.

La hacienda entretanto, siempre obligada por los jinetes, se- guía circunvalando el palco y el espectáculo tornándose más r+e- pelente. Los animales que no habían sido desjarretados en la primera vuelta, lo eran en las subsiguientes, y los que ya desja- rretados volvían a pasar a tiro de sus victimarios, eran asaltados por éstos, que de un brinco se les montaban en el cogote. Roda- ban sin vida después de haber sido así martirizadas, las pobres bestias. Las ultimaba el endeble cuchillo de sus bárbaros carni- ceros quienes tenían que apuñalearlas en ciertas ocasiones hasta media docena de veces para concluir con ellas.

Al desgarronamiento total, sucedió la matanza a discreción, en medio de infernal algazara. Los instintos de carnicería de sus antepasados, revivían en los indios, excitados por el espec- táculo de la sangre, y su crueldad prolongaba a propósito la ex- terminación de las bestias abatidas e indefensas. En este rincón del corral caían mugiendo de dolor veinte o treinta reses, más