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MEMORIAS Y TRADICIONES 89

La contemplación de tales paisajes, que se ofrecen de vez en cuando a la vista del viajero, es la única recompensa que pueden cfrecerle a un alma sensible a la belleza, jornadas como las que en aquel momento realizaba, y de las que tantas hube de realizar en mis andanzas de proscripto. El ferrocarril surcará algún día aquellas regiones y los pasajeros que sentados en confortables asientos miren el paisaje a través de la ventanilla, no imagina- rán nunca, entonces, las penalidades que representaban los via- jes de meses, a lomo de mula, por entre anfractuosidades y de- siertos, luchando con el sol, con el frío, con la sed, con el can- sancio, con todas las fuerzas hostiles de la naturaleza. ¡Acaso porque a la generación de argentinos a que pertenezco, le cupo en suerte andar errante en tales condiciones, le fué dado retem: plar su resistencia física y su fibra moral, en la medida que exigían aquellos tiempos de sacrificio y de dolor.

Me entretuve durante los primeros días de la marcha, en ad- mirar la destreza de los indios que llevábamos para arriar la ha- cienda vacuna y que iban a pie. Se trataba de ganado arisco y bravo. Pero los indios, que eran apenas siete, y que iban pro- vistos de una honda por arma y de una rueca por instrumento

de trabajo, no lo dejaban desviarse de la senda. Si los animales se empacaban o apartaban de la huella, los indios los hacían en- trar en órden disparándoles certeras pedradas.

Ni las ramas de los árboles en lo tupido del bosque ni las com- bas y desigualdades del terreno, dificultaban la matemática pun- tería de los arrieros pedestres, quienes solían mostrarse genero- sos asestando sus proyectiles sobre los cuernos de los bueyes mañeros .

'Moralla, adonde me dirigía, era una pequeña villa situada en un suelo rodezdo de sembradíos de maíz, cebada, trigo y al- falfa. Sus principales edificios no pasaban de media docena. ANá a la distancia resaltaban de trecho en trecho, salpicando el campo, algunas malas chozas y corraies de piedra. Levantada en punto aparente para servir de puerto a los ganaderos argen- tinos que buscaban el más pronto despacho de sus haciendas, la población se había convertido en lugar de preparación en gran- de de carne salada. Allí se realizaban compras de hacienda en pie para transportar al interior del país y se establecían depósi- tos considerables de tasajo. A nuestro arribo, el matadero del señor Pizarro estaba de faena. Yo había dispuesto que se ade- lantara el capataz a prevenirle nuestra llegada y aquel señor tu- vo el comedimiento de salir a mi encuentro.

iPresentéle la carta que para él llevaba.

—-Señor—me dijo, después de leerla,—mi casa es de usted; y ya que no puedo hacerme cargo de la hacienda que usted trae en el día de hoy, pues mis corrales se hallan ocupados, tendré el gusto: de ofrecerle hospitalidad siquiera por algunas horas.

Acepté el ofrecimiento y pasé a casa del señor Pizarro, que me presentó a su familia. El capataz dejó en depósito la hacien- da en uno de los potreros destinados a ese servicio. El árria traía adelante dos horas de camino. Las cargas habían sido co- locadas en rodeo y la tropa entera descansaba pastando. Paga- da la hora de la mesa, pedí permiso para recogerme en el apo- sento que se me había destinado y del que no salí hasta la ma- ñana siguiente, después de haber concluido la negociación que me estaba encomendada con el Sr. Pizarro.

Trájose luego la hacienda al matadero, que por su pobreza y