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ss PEDRO ECHAGUE

—Su tenaz excusación, Echagie,—díjome don Honorio—me contraría de veras. Yo puedo y quiero ayudar a usted en su si- tuación actual, y no hay desdoro en ello, pues no hago más que retribuirle un trabajo penoso. ¡Lo que esa bolsa contiene, es só- jo para cigarros. En La Paz se le entregará a usted lo que me- rece su comisión, según mi criterio. Que no vuelvan a recomen- zar allá, pues, sus rechazos. Usted ha dejado de ser mi huésped y ahora es mi comisionado; en consecuencia, no tiene más re- medio que obedecedme...

No se mostró menos bondadosa y menos delicada para con- migo, en aquella ocasión, la señora Juanita.

—Yo también quiero—dijo—hacerle a usted un regalo de despedida, que puede aceptar sin el menor escrúpulo. Todos es- tos días últimos me ha tenido impresionada el recuerdo de su aventura con la idiota de San ¡Andrés. Guarde estos escapularios de la Virgen del Rosario, pues quién sabe con cuántas otras pie- dras está expuesto a tropezar todavía en la tierra el peregrino...

—-Señora—contesté—este obsequio, inmenso en valor para mí por la naturaleza del sentimiento que lo determina, será des- de ahora mi compañero inseparable. Lo consideraré como un talismán, y a él le pediré consuelo en las horas de adversidad.

Pocas probabilidades h.Fía, en verdad, de que en mi exis- tencia errabunda, volviera 30 a encontrarme con aquellos dos se- res, a cuyo lado pasé horas tan apacibles y tan dulces. Como se habrá notado ya, ningún compromiso me obligaba a regresar a la hacienda. Además, yo tenía urgencia por ir a tomar otra vez las armas para servir a mi patria. ¡Ello hizo que nuestra des- pedida, que todos presumiamos eterna, tuviera un carácter an- gustioso. Sin hablar casi, pues un nudo se me había hecho en la garganta, estreché las manos de los esposos Revilla y me dirigí hacia la mula que me aguardaba ensillada en el patio. El ruido de mis espuelas ha quedado repicando en mi memoria como el postrer eco de aquella despedida. La postrera visión fué la de la señora Juanita, que agitaba un pañuelo desde la ventana, cuan- do me alejaba ya camino afuera...

No recuerdo cuántos días empleamos hasta llegar a los her- mosos campos de Moralla. Tengo, sí, presentes las tres fisono- mías con que la naturaleza se me presentó en la extensión de una gran zona. Ñ

Desdes Orán, hasta encumbrar el majestuoso Zenta, todo el país se reviste de los más hermosos y variados espectáculos. Las selvas oránicas semejaban una cinta de verdura atada al pie de las altas montañas que íbamos a transponer. Los picos nevados, descollantes, a nuestro frente en forma de gigantescos pabello- nes, insinuaban ya su frescura en el aire de cordillera que baña- ba nuestros rostros. Del otro lado de las primeras murallas de granito, esperábamos encontrar una tersa sábana, cuyo término intentaba esconder el horizonte. Allí estaba el agua, allí una ro- busta vegetación por todas partes. Desde las cumbres de Zenta alcanzábamos a ver alzarse el sol a la hora en que deja su lecho de Oriente, con todo el esplendor de su esencia de fuego. ¡Aquel era el sol de los pintores, el sol que nos describe Lamartine. Ya en otra ocasión había presenciado, viajando por iguales alturas, el espectáculo de naturaleza tan magnífica, realzada por la cer- canía del mar, sobre cuyas ondas quebrábase el sol en líneas de oro.