MEMORIAS Y TRADICIONES 87
en la cama. Cada vez que abría los ojos, me parecía ver incli- nada sobre mí, una cara monstruosa, y suspendido encima de mi cabeza un.tremendo pedrusco...
¡Cuarenta y ocho horas más tarde entrábamos en la hacienda del señor Revilla. Una gran algazara reinaba en el estableci- miento y sus alrededores. Era el cumpleaños del señor Revilla, que se llamaba Honorio. Por acá cohetes, por allá fogatas en que se asaba carne con cuero, más allá bailes y en todas partes aguardiente superior y chicha de maíz. Al frente de la puerta principal, habíase levantado un elegante pabellón, dentro del cual se ostentaba una espléndida mesa rodeada de asientos colo- cados sobre elegantes tapices de diversos géneros y colores. En la arcada que servía de entrada al pabellón, leíase en letras gran- des: “Para mis amigos y los caballeros que a su tránsito preci- sen descanso y refrigerio”.. No faltaron amigos ni escasearon transeuntes. Aquel aniversario era conocido por los vecinos en muchas leguas 'a todos vientos.
Así que uno de los sirvientes de la familia hubo dado cuenta de mi llegada, algunas parejás de alegres jóvenes me salieron al encuentro; y en vano me excusé por mi burdo y enlodado traje. Aquella recepción había sido ordenada por el señor Revilla, y tuve que entrar emponchado y medio a remolque al salón prin- Cipal, donde a fuerza de súplicas obtuve permiso para pasar a cambiar de ropa,
¡Las fiestas duraron dos días, y concurrieron a ellas las au- toridades de Orán, algunas personas venidas de Salta, todo el personal de la hacienda y todos los vecinos caracterizados de la región. Cesaron por fin los cantos, las músicas, y los bailes, y la Casa recobró su aspecto habitual. ¡Era llegado el momento de que habláramos de negocios con el señor Revilla.
Las especies destinadas a la operación que se me iba a en- cargar estaban ya listas y a espera del momento de la marcha. Ciento veinte mulas cargadas de mil seiscientas ochenta arrobas de azúcar, componían la primera tropa. Este azúcar debía ser vendida a razón de cinco pesos la arroba, lo que representaba un total de ocho mil cuatrocientos pesos. ¡Cien bueyes gordos contratados de antemano con un saladerista boliviano, al precio de veinticinco pesos cada uno,—precio corriente en aquellos tiempos—componían el segundo arreo, cuya venta debía produ- cir dos mil quinietos pesos.
El señor ¡Revilla me dió prolijas instrucciones sobre la for- ma en que debía llevar a efecto la operación, realizar los cobros y expedirle los fondos a la hacienda. Ordenó al capataz que me obedeciera como a él mismo, y tomó diversas disposiciones enca- minadas a hacer mi viaje cómodo, dentro de lo posible. Luego me presentó un bolsillo diciendo:
—Aquí tiene usted para sus gastos particulares.
Mis excusas fueron inútiles. En vano me esforcé por persua- dir a Revilla de que la recompensa por el servicio que tan gus- toso iba a prestarle, me estaba de antemano concedida en la ge-
nerosidad y benevolencia con que había sido recibido y obsequia- do en su casa. Le argumenté que no debía privarme de la oca- sión de testimoniarle mi gratitud. Todo fué en vano. Ambos consortes—pues la señora Juanita se hailaba presente—me obli- garon literalmente a tomar pesesión del bolsillo.