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86 PEDRO ECHAGUE

El capataz, entretanto, sobrado conocedor de la indole mez- quina de aquella gente, había desensillado mi mula bajo otra ramada, y junto con la suya la puso en el corral. Luego se ocu- pó de preparar mi cama compuesta de mi montura, mis gruesas cobijas, y dos grandes cueros de llama que encontró por ahí. Reunidos nuevamente después de estos aprestos, junto al hogar que la chicuela atizaba con afán, la persona de la idiota llamó nuestra atención. Estaba casi desnuda, sentada en cuclillas y dando el rostro a la lumbre. Demostraba tener unos veinte años de edad, y ostentaba una fuerte musculatura. 'Su cuerpo era muy bien formado, y quise ver qué cara correspondía a tal ana- tomía. Hícele señas al capataz para que le descorriera el manto de tupido cabello que le cubría el rostro. El capataz anduvo un poco brusco; echó mano a la cabellera de la idiota con los modos con que hubiera empuñado las riendas de su mula al tiempo de cabalgarla. La mujer dió un chillido y apenas me dejó tiempo para abarcar en una rápida mirada el conjunto de sus faccio- nes, que volvió a esconder con rabia entre el matorral de su pe- lo. Tenía unos ojos pequeños, negros y vivaces, que lanzaron chispas al quedar en descubierto por la violencia del capataz. La cara era grande y redonda, la nariz regular, la boca pequeña y los labios delgados. ¡Pero su cabeza!... ¡Aquella era la cabeza de un monstruo. Imagíne.e una supersposición de excrecencias huesosas, que por el frente sobresalían como cornisas y se des- doblaban en protuberancias hacia la nuca... El conjunto resul- taba una masa amorfa y accidentada, oculta por la maraña capi- lar. Me encontraba en presencia del más curioso y horrible qa- so teratológico que me haya sido dado contemplar en toda mi vida. No era la compañía de semejante monstruo, la más apro- piada para estimular nuestro apetito. Resolví, pues, irme a co- mer un bocado de fiambre y tomar un pocillo de café,—regalos que podía ofrecerme gracias a lo bien provisto de mis alforjas— en pleno campo, rodeado por los perros famélicos que salieron a recibirnos.

¡Llamé a la chiquilla y le alcancé dos raciones de nuestra cena, encargándole pasára una a la idiota. Después la hice venir de nuevo y le dí dulce, queso y algunos bizcochos. Luego el ca- pataz y yo nos entregamos al descanso.

Habría dormido unas tres horas, cuando el ruido de los cru- jientes cueros de llama que el capataz había agregado a mi cama vino a despertarme en momentos que la luz de la luna me ba- ñaba el rostro. Un alboroto infernal de pollos alarmados den- tro del mismo chibiritil, acabó de espabilarme. jAbrí, pues, ta- maños ojos, y lo que vi me pareció al pronto una pesadilla. Pe- To no; ¡no era una pesadilla!... La horripilante idiota estaba parada detrás de mi cabecera, y balanceaba sobre mi cabeza una enorme piedra que no debía pesar menos de dos arrobas. Era ella la que había alborotado las gallinas y hecho crujir los cue- ros de mi cama. Un segundo más y no soy yo quien relata ahora el suceso. Rápido como una ardilla, esquivé el golpe desviando la cabeza. La piedra cayó haciendo retumbar el piso. Me puse de pie de un solo impulso y eché mano a las riendas de mi ca- Mura que habían quedado cerca. La idiota huyó dando chi-

1dos.

Pasé al corral, desperté al capataz, le conté lo sucedido, hi- ce ensillar las mulas y nos pusimos en marcha. Por mucho tiem- po conservé desde entonces una especie de tic nervioso que me acometía todas las mañanas al despertar, y me hacía dar saltos