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TEATRO 85

capitán de marina mercante, que Sánchez vive opulentamente a inmediaciones de Madrid. Es dueño de un hermoso castillo y de un título de nobleza, ambos adquiridos con las pepitas de oro de los lavaderos de Bolivia. La noticia me alegró sinceramente.

¡Cuando nos retiramos con Sánchez de la finca del señor Re- villa, se había opuesto éste, a que yo cabalgara en el hermoso macho que me regaló Eguren. Le pareció que no debía estropear en la jornada tan excelente animal de silla, y dejándolo en su hacienda bien cuidado, me dió otro animal. Yo regresaba ahora en la misma mula que aquél me había proporcionado. Entraba ya en la noche del cuarto día de marcha, cuando observé que mi cabalgadura se ponía pesada. No era cosa de restituir el animal a su dueño en tan malas condiciones, y pregunté a mi acom- pañante:

—¿A qué distancia nos hallamos de la pascana?

—A ocho horas de camino, señor—respondió el capatáz.

—Y antes, ¿no hay algún lugarejo donde puedan los ani- males medio forrajear?

—Sí, señor: hacia la izquierda del camino que llevamos, es- tá la aldea de San Andrés, donde se cosecha y guarda para todo el año maíz, cebada y alfalfa.

—Pues marcha más lenta y a San ¡Andrés.

A las doce de la noche nos hallábamos al pie de un mogote rodeado de algunas ramadas y chozas de quincha, que no pasa- rían de una docena, según lo que a la luz de la luna, que empe- zaba a alzarse, pude distinguir.

En lo interior de una de aquellas chozas ardía abundante fuego, y hacia ella nos dirigimos.

Una vanguardia de perros escuálidos salió a defender las inmunidades del hogar. Pero su olfato sutil desarmó a la falan- ge canina, que cuando hubo aspirado el olor de nuestras alfor- jas, nos acogió cortésmente, batiendo las colas a todo batir.

—Buenas noches...—dije asomando la cabeza dentro de la ramada donde lucían las llamas.

—Buenas noches, señor—contestó una cholilla harapienta como de diez años de edad.

—«¿Hay cebada?

—Seca, no más.

—-Preciso un quintal.

—No hay quien la baje; está allí sobre aquella ramada.

—¿Y esta mujer?—pregunté reparando el grueso volumen de otra chola colocada a mi frente,

—Esta es loca; no habla nada, ni hace nada, ni piensa en nada.

—Pues tú que hablas, y sábes pensar, y debes saber hacer algo, es preciso que te trepes a la ramada y empujes al suelo un quintal de cebada.

—¡Ah, señor!; los patrones me castigarán hi hago tal cosa.

— Pues llama a tus patrones para enterderme con ellos.

—Hace tres días se marcharon a Orán y no volverán hasta mañana a la tarde. .

—Sin embargo, mis bestias no pueden ayunar.

Puse en la mano de la chica un par de reales y le dije:

—Esto por el valor de la cebada; en cuanto a ti, te voy a dar otra recompensa por tu servicio.

La chica se levantó. con la ligereza de un mono, trepó por uno de los puntales que sostenían la ramada y arrojó al suelo un quintal de cebada.