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84 PEDRO ECHAGUE

Pero álzase un día, terrible, espantosa,

la estrella a que se halla mi ser condenado,

y al rayo que impío despreden furiosa,

se va mi esperanza dejándome aislado, confuso, ignorado.

Cruzando la tierra del todo perdido

como hoja entre vientos sin rumbo impelida,

proscripto, ignorado, del todo abatido,

sin padres, ni hermanos, ni amante querida ¡í y odiando la vida!

Volvió por fin Sánchez.

El contento y buen humor con que llegaba me revelaron por anticipado el buen éxito de su expedición. ¡Lo celebramos esa

misma noche co nalgunas copas de jérez. Cuando nos hubimos hecho el recíproco relato de nuestra existencia durante aquellos tres meses, y pasadas las amistosas efusiones del caso, Sánchez interrogó al capataz:

—¿Partió la récua?

—Si, señor.

—¿Cuándo estará en Orán?

—Como va de vacio y cuesta abajo, antes de seis días.

—«¿Dejaste la mula de silla que te encargué para este ca- ballero?

—-SÍ, señor.

Luego dirigiéndose a mí:

—¿A qué hora quiere usted salir?

—Después de almorzar, si a usted le parece.

—-Me parece bien.

1A la mañana siguiente Sánchez quiso entregarme unas cuan- tas onzas en pago de la atención que yo le había prestado a su caseta. Me excusé de recibirlas con expresión y ademanes ter- minantes ..

—No, mi amigo don Manuel—le dije—; yo no he hecho na- da que me constituya acreedor a recompensas. Si hay aquí al- gún deudor, ese soy yo, pues le debo a usted la relación del se- ñor Revilla, que tiene para mí valor muy grande.

Sánchez insistió, pero en vano; mi negativa fué hasta la ter- quedad.

—Pero alguna cosa debe usted aceptarme, amigo don Pe- dro, aunque más no sea que como recuerdo...

Sus ojos se fijaroz en el reloj que me había servido de com- pañero, y que estaba colgado a la cabecera de la cama.

— ¡Ah! este reloj, este reloj, amigo don Pdero!

'Con sus propias manos lo colocó en mi bolsillo. Acepté el recuerdo, que lo era en efecto para mí, de horas desamparadas y melancólicas. Nuestra charla cordial se prolongó mientras al- morzábamos. Luego Sánchez instruyó al capataz que debía acom- pañarme, del camino que convenía esguir para llegar a la hacien- da de Revilla sin dar rodeos. Luego nos despedimos. Yo igno- raba todavía en qué forma ni en cuánto tiempo me sería dado realizar la comisión a que iba a destinarme el señor Revilla. Me separé por consiguiente de mi buen amigo, previendo que acaso no nos volveríamos a ver. Y así fué, en realidad. Yo rodé, y ro- dé... Hasta que hace cinco años supe en Buenos Aires, por un