MEMORIAS Y TRADICIONES 81
tejuela fabricada en Orán. Por lo confortable, no merecía el nombre de cabaña con que Sánchez la había bautizado. :Alquella era en realidad una caseta muy habitable, aun en otra parte que no fuera el desierto. [En cambió el clima y la naturaleza del lu- gar me parecieron atroces.
Figúrese el lector un cajón de peñascos desde cuyo fondo apenas se veía el sol a la hora del meridiano. En lo profundo de aquel abismo, el día era un resplandor grisáceo y nebuloso. Un viento helado remolineaba sin cesar en la hondonada, como jugueteando con los celajes que flotaban en ella. El terreno era abrupto y escabroso. Un brazo de río, casi siempre helado en la superficie, corría entre las peñas. ¡Las águilas eran los únicos seres que frecuentaban aquel yermo.
Confieso que casi tuve un movimiento de arrepentimiento por haber aceptado la propuesta de Sánchez, cuando me encontré completamente aislado en aquella salvaje lejanía. Pero era ya tarde y me resigné. (Cada ocho días ví desde entonces una figura humana: la del indio que me llevaba el cordero. De tarde en tarde, presentábase también algún cliente de Sánchez, a quien yo atendía conforme a las instrucciones que aquél me dejara. Fuera de aquellos raros contactos con seres humanos, debía vi- vir concentrado en mí mismo. 'Consistían mis ocupaciones en preparar mi comida, leer, escribir, yoltear alguna vez un águila con la escopeta, por solo el placer de escuchar el estampido del disparo, y sobre todo en pensar y soñar... Sánchez me había dejado un reloj de plata de buena marcha, que yo arreglé a puro cálculo; aquel reloj me sirvió de compañero. Más de una vez sus latidos me dieron la sensación de la vida, y me trajeron algo así como un eco humano, cuando durante las horas de la noche me sentía desesperado y perdido en aquel antro, mientras el viento bramaba afuera entre los peñascos.
Cerca de tres largos meses pasé así con los labios plegados y el pensamiento en agitación. Aquella vida contemplativa y soli- taria, aquella íntima relación de todos los instantes con la natu- raleza bravía, aquella falta de actividades físicas, contribuyeron a intensificar mi existencia interior. Mis largas meditaciones de aquel entonces, de mucho me sirvieron para formarme la filoso- fía que rigió mis actos cuando me reincorporé a la civilización. Si aquella estadía en la montaña fué para mí una convalecencia material, fué también para mi espíritu una cura de silencio. De lo mucho que entonces escribí, conservo estos versos:
Entre estas breñas horribles, en este yermo sin par donde todo es aislamiento
y apartada soledad,
de mi existencia las horas cruzan como sobre el mar las errantes golondrinas
que en su alígero viajar, procuran allá a: lo lejos nueva tierra que habitar:
y tu memoria es el cielo Zelmira, donde en mi anhelo el alma suelto a volar.
Como los activos fuegos que encierra oculto volcán