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80 PEDRO ECHAGUE

siones más baratas, y me cambian su metal por lo que les place. Yo les doy aquí una orden que ellos hacen efectiva en Orán.

¡Cuando la luz de la aurora penetró por los intersticios de la puerta, el ruido de un cencerro vino a sacudir mi sueño. Sán- chez ya de pie, recogía su cama. El-capataz había ensillado las cabalgaduras de su patrón y la suya. La mula que trajera 1 carga, ahora depositada en la cabaña, estaba aparejada. Intenté levantarme, pero Sánchez me lo impidió. La mañana amena- zaba ser tan glacial como lo había sido la noche, y yo me hallaba convaleciente y débil todavía,

—+Ese cencerro que suena, —pregunté a Sánchez,—¿será de alguna árria que transita por estos alrededores?

—xNo, €s de la piara en que conduciré las cargas con que hago esta vez mi expedición. Salió de Orán el día anterior al úde nuestra partida; pero como en estos parajes los puntos de pascana son contados, nosotros hemos ganado en la marcha todo el tiempo de la récua ha suspendido la suya para forrajear. El único que se adelantó fué el capataz para conducir los víveres que han de proveer aquí la mesa. Y alargándome la llave del armario que llenaba todo un frente del cuarto, y dentro del cual había sido colocada la factura, díjome:

—Encontrará ust * allí provisiones en abundancia. ¡Además el indio que trajo la cebada, vendrá todos los sábados a traerle un cordero. No me resuelvo a ordenarle al indio que se quede aquí en compañía de usted, porque le tengo destinado a cuidar una majada de ovejas en vericuetos abrigados.

El café estaba hecho, la piara detenida a treinta varas de la cabaña, mi buen amigo listo, y yo incorporado sobre la cama. Cuando hubimos apurado los pocillos, Sánchez se llegó hasta mí, me abrazó, y me dijo:

— ¡Hasta la vuelta!

K—i¡Hasta la vuelta!

alió y ajustó la puerta. Oí desde mi cama el tropel de las mulas que emprendían la marcha, y contesté a una última des- pedida que mi amigo, ya a caballo, me dirigía. El ruido del cen- cerro se alejó y se fué desvaneciendo entre las sinuosidades de la quebrada.

Quedé solo en pleno desierto. Un silencio de tumba me ro- deaba, y por lo pronto resolví dormir. Dormí en efecto. Dormí como un lirón; sin ruido, sin ínguietud alguna ni de cuerpo ni de espíritu. Cuando me levanté, era ya algo más de medio día. ¡Abrí la puerta y me entretuve en tomar balance del mobiliario y los enseres contenidos en mi temporario alojamiento. Junto al catre había una mesa con carpeta, sobre la que se apilaban algunos libros; una palmatoria, recado de escribir y útiles de servicio culinario. Había, además, dos silletas toscas, dos exce- lentes escopetas de dos cañones con su correspondiente dotación die municiones, y un saco de buen carbón. La provisión de la despensa era copiosa y variada: se componía de huevos frescos, queso, arroz, café, bizcochos, chocolate, manteca de vaca, jamón. aguardiente de quemar, algunas conservas y algunas botellas de buen vino. Gran parte de estos víveres llegaron, como se re- cordará, la noche anterior. Con tales elementos la vida de ana- coreta se hacía llevadera, y si para asemejarse a una Ermita, solo le faltaba a mi cabaña una cruz sobre el techo, a mí, para pare- cer un ermitaño, sólo me faltaría practicar el ayuno. Interior- mente, la habitación medía seis varas de largo por cuatro y me- dia de ancho; las paredes eran de adobes y el techo cubierto de